El embajador Brewster alumbra desde su responsabilidad

El embajador Brewster alumbra desde su responsabilidad

Una vez que se ha apagado el tremendo estruendo mediático orquestado tras la designación del nuevo embajador de Estados Unidos en República Dominicana, y que pierden fuerza las estridencias del indecente cacareo con el que los gallos más emplumados, armados con los espolones de la intransigencia y la discriminación, han agitado el gallinero social de unos ciudadanos encantados de haberse conocido, que se arrogan el derecho de decirles a los dominicanos qué deben opinar y a quién tienen que dar la bienvenida o volver la espalda, fea costumbre que durante decenios ha llevado a este pueblo a un aislamiento atroz que encontraba su compensación más miserable en la crítica y descalificación de la mitad de la isla, a quien se odiaba por rechazar precisamente esos pollos tan dañinos, conviene reflexionar sobre la calidad de los hombres que el destino ha tenido a bien situar en puestos de liderazgo en este siglo XXI en el que la mediocridad y la vulgaridad le están ganando la partida a las ideas y el pensamiento crítico.

No ha mucho que el poderoso vecino del norte hacía y deshacía en corral ajeno, como hoy lo intentan sin éxito –afortunadamente– esos tristes padres de la patria, y ordenaba lo que mandase por boca de sus representantes diplomáticos. Procónsules de la modernidad que cuando se lavaban las manos no era, como Poncio Pilato, porque no hallasen culpa en un inocente, sino más bien porque las tenían sucias de tantos asuntos turbios en los que las metían.  Hay quien asegura que en Washington nunca hubo un golpe de Estado porque allí no hay embajada de Estados Unidos.

Esos diplomáticos sacados del cine negro y de películas de espías llegaban al cuarto trastero e imponían orden en el prostíbulo de América manu militari, vestidos de esmoquin, con la chequera en una mano y el sable en la otra, escupiendo en la Constitución y escoltados por los marines y por un puñado de comisionistas y especuladores que hacían negocio mientras las calles se anegaban de sangre. Hollywood, que tango gusta de recrear la historia en la gran pantalla, ha plasmado en el celuloide la crueldad y la sinrazón de las dictaduras militares, los cuartelazos y los desaparecidos, pero la realidad supera siempre a la ficción y, por añadidura, duele más.

Después, cuando los pueblos asumieron que eran dueños de su destino y la ciudadanía conquistó el respeto a los derechos y libertades ganando la democracia, el poder cambió de táctica y, sin olvidar sus objetivos de dominación y sometimiento, envió como si de los nuevos gobernadores se tratase a sus hombres de negro que, bajo el disfraz de funcionarios del Fondo Monetario Internacional (FMI) o del Banco Mundial, ejercieron su tiranía no desde el espíritu bélico y la fuerza de las armas, sino desde el sistema financiero con el lenguaje de la economía, empobreciendo severamente a una sociedad cuyo estado de necesidad solo puede compararse a la falta de oportunidades.

Sea como fuere, el resultado siempre es el mismo. Países fallidos. Naciones atractivas para los capitales extranjeros, con escasa seguridad jurídica y anchas espaldas, que malvenden sus riquezas y recursos naturales y dilapidan su patrimonio en un saqueo insostenible e impune. Un deterioro de la estructura del Estado hasta tal punto que las más de las veces las instituciones caen en manos del narcopoder o de las multinacionales.

Las cosas, evidentemente, han cambiado mucho con la globalización y la crisis, no porque se haya acabado con la discriminación y la pobreza y los ciudadanos tengan acceso a servicios públicos como la educación y la sanidad o a derechos fundamentales como la vivienda o el trabajo. Ni siquiera porque la mujer haya podido equipararse al hombre luchando contra la violencia de género y la desigualdad. Lo que la sociedad de la información y el conocimiento ha conseguido gracias a las nuevas tecnologías ha sido en gran medida el surgimiento de una nueva conciencia que no consiente que se pisotee la dignidad ni que se atente contra las libertades. No es que haya dejado de existir la explotación, es que ahora la impunidad es más difícil.

En este nuevo siglo de las luces, se agradece que haya hombres que alumbren desde su responsabilidad la senda que conduce al futuro, sabedores de que otro mundo es posible, más justo, más libre y más igualitario. Líderes comprometidos con su vocación pública de servicio a la sociedad, capaces de poner en el lugar de los ciudadanos y progresar con ellos. Ciudadanos como James Brewster, el nuevo embajador norteamericano, un convencido demócrata y un defensor de los derechos humanos, valedor de los más desfavorecidos, que ha puesto toda su experiencia política y empresarial al servicio de la justicia social y la dignidad, altavoz de la conciencia popular que ha hecho más por la igualdad y la libertad que muchos de los que hoy se apresuran a retirarle el saludo sin que siquiera les haya sido presentado.

 Lo que es él ya lo sabemos porque su imagen y su fama le preceden: es sencillamente un hombre bueno, de los imprescindibles, uno de los nuestros.

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