El encanto del caqui

El encanto del caqui

CARMEN IMBERT BRUGAL
La dominicanidad tiene un guardia atravesado en su psiquis y pugna por salir, encubierto, idealizado, endemoniado. Conflicto de atracción-evitación. Cuando conviene, la guardia y los guardias son los gestores del autoritarismo y la barbarie, sin reparar, en el mandato constitucional que atribuye al Presidente de la República, la jefatura suprema de las Fuerzas Armadas.  Nada gusta más que el sonido de las botas, el talante del kepis, la canana, el sí señor, ordene, mande y todo por la patria. Lejos del húsar, es el guardia con el tolete que acosa el imaginario colectivo, con batallas imaginarias, epopeyas inexistentes, con salvaguarda de territorio.

El caqui no destiñe y es la tela más apreciada, aunque se use para encender la vellonera, para el abigeato, el secuestro de una impúber, para esconder la paca de cocaína que flota sobre las procelosas aguas caribeñas. Aunque interrumpa un conteo electoral de madrugada, secreteé algo en inmediaciones judiciales, murmure en el Departamento de Estado alguna malquerencia, se aposte en una garita fronteriza y disfrute del entra y sale de mercancías.

El generalato de Duarte no convence, seduce el guardia que lee al revés y depreda. Machete y espada, metralleta y tanque, asonada e intransigencia.

La familia criolla se enaltecía con un cura, un teniente y un pelotero. De que los tiempos cambian, cambian; ahora hace falta un político y un pariente con frío, dispuesto a satisfacer, gracias a las remesas, gustos locales incosteables y a sazonar el lechón decembrino.

El brigadier Trujillo soñó con un ejército prusiano. Uniformó a los soldados de manera impecable, forjó una casta temible, con disciplina, genuflexión y abuso. El rechazo social afectó a los militares, empero, de manera imperceptible, poco a poco, las élites acogieron a los bonitillos y sádicos comandantes de aire, mar y tierra.

Después del 1961 los prejuicios contra esa «chusma» armada afloraron, muchos vencieron el repudio. La descendencia de los mandones de la tiranía, sin abjurar de la estirpe, valoró el privilegio que asignaba el cuartel y las academias extranjeras acrecentaron sus destrezas. Aprendieron buenas maneras, seguridad y defensa, estrategia, espionaje. Sin dejar el orden, intentaron, con astucia, acceder a los cotos civiles y competir.

La paradoja entre la academia y la herencia del campamento, tuvo frutos exóticos, irrepetibles e incomprensibles. El 1965 fue fragua, pero también permitió que Ramfis Trujillo propalara su fervor nacionalista y revolucionario, coincidiendo con sus compañeros de armas.

Joaquín Balaguer supo manejar las huestes heredadas, satisfizo apetencias, repartió potreros y cañaverales, eriales y ministerios. Convirtió en funcionarios a generales, coroneles, capitanes, sargentos. Osadía le sobraba al caqui y al civil. Confundió constitucionalistas y golpistas, subrayó las diferencias y, divididos, los tuvo a su merced. Aquellos comandantes reclutaron veleidades, creaban patrimonio y capitaneaban la contrainsurgencia y el exterminio. Desde entonces, la participación política del cuartel es innegable y el afán de los políticos para congraciarse con ellos, también.

En el año 1978, el Presidente Antonio Guzmán, pretendió erradicar la hierba mala redactando los decretos que degradaban a los guardias de la vergüenza. Hubo un respiro.

Lillian Bobea, en su trabajo «Soldados y ciudadanos del Caribe» escribe: La profesionalización, entendida como un proceso de separación y distinción de la política de los cuarteles, registró un comportamiento diferente, durante los años que siguieron al balaguerismo. El nuevo gobierno, de tendencia socialdemócrata, llevó a cabo una profilaxis interna de las figuras más comprometidas con el modelo represivo que impuso el social cristianismo. Se redujo la presencia militar en los procesos electorales, su participación en proyectos y eventos proselitistas…».

Una generación distinta crecía, sin las culpas del pasado ni el prontuario depredador de los antecesores. Creaba su propia historia en las aulas universitarias, con las nostalgias del poder absoluto, delinquía de otro modo. En su jurisdicción, manifestaba sus simpatías por los líderes políticos. Ya no son reclutas y, sin uniforme, asumen el reto del aprecio público. Desde otras atalayas, compiten con antiguos jefes e indagan, si el discurso puede desplazar el encanto del caqui. En esa contienda, es un error imputar «traición» a un amigo, antiguo subalterno, antagonista político. La deslealtad entre amigos es asunto privado. La traición, es una infracción, tipificada en el Código Penal y entre sus elementos constitutivos no figura el abandono ni la conveniencia.

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