El enigma de Najaf: quién ganó?

El enigma de Najaf: quién ganó?

POR DEXTER FILKINS
NAJAF, Irak –
En sólo un momento la semana pasada, todo el misterio y contradicción que rodea a Muqtada al-Sadr, el clérigo rebelde de Irak, fue el centro de atención.

Era casi la medianoche del jueves, y los 50 reporteros que seguían el combate aquí fueron sacados apresuradamente de su hotel por la policía local y reunidos para una conferencia de prensa en el patio de una casa donde pernoctaba el Gran Ayatolá Alí al-Sistani, el líder chiíta más poderoso del país.

Mientras uno de los colaboradores de Al-Sistani anunciaba que se había alcanzado un acuerdo de paz, Al-Sadr, el hombre más responsable por el derramamiento de sangre, se escabulló por la puerta del frente, cruzando el jardín hacia la calle. Y luego desapareció.

El momento pareció compendiar las corrientes contrarias que han hecho tan difícil de comprender a Al-Sadr, y su relación con los gobiernos iraquí y estadounidense.

Después de todo, fue el Ejército Mahdi de Al-Sadr el que inició la actual ronda de baño de sangre al atacar una estación policial a principios de este més después de que la policía iraquí arrestó a uno de sus colaboradores. Fue Al-Sadr quien convirtió al Recinto del Imán Alí, uno de los sitios más sagrados del islamismo chiíta, en una fortaleza desde la cual retaba al gobierno y a los estadounidenses a sacarlo. Y fue Al-Sadr, que enfrenta un procesamiento por el asesinato de un clérigo rival, quien se burló de los esfuerzos del gobierno iraquí para arrestarlo.

No obstante todo eso, la carga de anunciar el acuerdo de paz tentativo había recaído en Al-Sistani, el personaje religioso más venerado del país. Se le permitió a Al-Sadr escapar por la puerta del frente.

El trato con pinzas a Al-Sadr aquí, después de días de combates que dejaron cientos de iraquíes muertos, es un indicio del dilema enfrentado por los comandantes de Estados Unidos y los nuevos líderes de Irak. Aunque a ambos grupos les gustaría capturar o matar a Al-Sadr -y no hay duda de que así es- ni las fuerzas armadas estadounidenses ni el gobierno designado por Estados Unidos se sienten lo bastante fuertes políticamente para hacerlo. Es por esa razón, también, que Al-Sadr y su Ejército Mahdi casi seguramente regresarán.

«Nadie puede derrotar al Ejército Mahdi», dijo Arkan Rahim, un iraquí de 30 años de edad que combatió durante las tres semanas de batalla. «El Ejército Mahdi está formado por todos los iraquíes, por toda la nación iraquí».

Rahim fue uno de los cientos de combatientes del Ejército Mahdi que salieron de las madrigueras y estrechos callejones de la ciudad vieja de Najaf la mañana del viernes al entrar en vigor el acuerdo de paz. Rahim y los otros combatientes Mahdi los suficientemente afortunados para haber sobrevivido al asalto de las fuerzas armadas estadounidenses ya estaban considerando a Al-Sadr como un líder mítico que había hecho mucho por los chiítas de Irak al proteger uno de sus sitios más sagrados.

En esos momentos, sería fácil sobreestimar la fuerza y popularidad de Al-Sadr, un agitador de 30 años de edad cuyos seguidores siguen limitándose en gran medida a los pobres chiítas de Irak. Es poderoso, según parece a menudo, porque los otros a su alrededor son demasiado débiles. En el vacío político que es Irak, Al-Sadr parece grande.

Para ver los límites del poder de Al-Sadr, no es necesario ir más allá de los barrios del propio Najaf. Muchos iraquíes ahí culpan a Al-Sadr de los incesantes disparos y bombazos que diezmaron la parte central de la ciudad y dañaron al propio recinto sagrado.

«Muqtada al-Sadr es el enemigo», dijo Saleh Allawi Jasem, un hombre de negocios de Najaf de 48 años de edad que pasó la mayor parte de agosto escondido en su casa, mientras los militares estadounidenses y el Ejército Mahdi combatían por el control de su barrio. «Estoy contento de que los estadounidenses lo sacaran de mi vecindario».

En realidad, el implacable asalto militar que se desarrolló aquí la semana pasada posiblemente no podía haberse llevado a cabo si Al-Sadr fuera un personaje grande y popular como en ocasiones parece ser. Con toda probabilidad, la operación estadounidense para expulsar al Ejército Mahdi del recino nunca habría seguido adelante sin la autorización de algunos líderes iraquíes muy poderosos, incluido el propio Al-Sistani.

La destrucción causada por los combates ciertamente se acercó al nivel de daño provocado durante el asalto estadounidense contra Fallujah en abril pasado, cuando los infantes de marina iniciaron una enorme operación después de que cuatro empleados contratistas estadounidenses fueron asesinados y sus cuerpos mutilados. En Fallujah, en medio de informes de que cientos de iraquíes habían muerto, una protesta entre los líderes políticos iraquíes causó que los estadounidenses se detuvieran. Pero aquí en Najaf, donde decenas y quizá cientos de combatientes del Ejército Mahdi murieron y gran parte de la ciudad vieja fue reducida a ruinas, no surgió una protesta similar.

Fallujah, por supuesto, es una ciudad dominada por árabes sunitas, que han resistido el proyecto respaldado por Estados Unidos en Irak más vigorosamente que cualquier otro grupo, mientras que Najaf es una ciudad casi totalmente chiíta.

Pero igual de importante es el liderazgo: Los árabes sunitas no tiene un clérigo capaz de unir a la mayoría de su comunidad que ha decidido, al menos por ahora, tolerar la presencia estadounidense en Irak. En Al-Sistani, los chiítas lo tienen.

Con los hombres de Al-Sistani controlando ahora el recinto, parece claro que él desempeñó un papel central en lograr la salida de Al-Sadr. El 6 de agosto, al día siguiente de que empezaran los combates en Najaf, partió a Londres, con el propósito expreso de someterse a una cirugía de corazón. El jueves, casi tres semanas después y tras recibir atención coronaria, regresó en el momento decisivo: después de que los estadounidenses habían librado los combates difíciles, y justo cuando los combatientes de Al-Sadr habían empezado a titubear.

El mismo día, Al-Sistani se reunió con los representantes del Primer Ministro Ayad Allawi, y acordó con ellos buscar un cese al fuego de 24 horas, según destacados funcionarios militares estadounidenses. Luego vino la decisión crucial: Si Al-Sadr no retrocedía, dijeron funcionarios estadounidenses, Al-Sistani les aseguró que apoyaría un asalto del recinto por parte de tropas iraquíes.

«Se pensó mucho en que había dejado el país originalmente para darnos la oportunidad de tomar el control de la situación», dijo de Al-Sistani un oficial militar estadounidense. «Ahora está regresando para ayudarnos a encontrar una solución, posiblemente un resultado pacífico. Pero el resultado final es que quiere ayudarnos a desintegrar al Ejército Mahdi».

Con su dramático regreso a Irak y la rápida capitulación de Al-Sadr, Al-Sistani probó de nuevo que el líder político más poderoso en Irak es alguien que no tiene ninguna aspiración política. Incluso los más fanáticos de los reclutas de Al-Sadr, al conocer los deseos del ayatolá, salieron de la ciudad vieja como las tropas obedientes que eran.

Aunque parecía probable que Al-Sadr, incluso después de su rendición pública, se levantaría de nuevo, esa perspectiva, en medio de las ruina de Najaf, pareció no venir al caso. El vacío político que abrió el camino para los acontecimientos del último mes aquí pesó más no en personas como Al-Sadr, o incluso los combatientes del Ejército Mahdi que tomaron sus armas, sino en los iraquíes comunes que quedaron atrapados entre dos ejércitos.

«¿No lo ve?», preguntaba un iraquí en Najaf a un reportero estadounidense. El hombre estaba de pie al lado de su animal muerto. «¿No lo ve? Mi burro fue matado por un francotirador».

Y con ello, el iraquí empezó a jalar su carreta y a su animal muerto bajo el sol del mediodía.

Alrededor de una hora después, cuando el reportero volvió al lugar, un hombre -posiblemente el mismo, posiblemente no- yacía tendido en el camino, cerca del burro, abatido por un francotirador.

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