El ensayo filosófico, zona de confluencia

El ensayo filosófico, zona de confluencia

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Ya es común citar la célebre frase de Ortega y Gasset de que la claridad es la cortesía del filósofo. En esa misma línea, tiene otra frase mucho menos citada: “Hay que llegar en la claridad hasta el frenesí, hasta el frenesí de la claridad”. Criticando la oscuridad de estilo de muchos intelectuales, agrega que los científicos suelen interponer entre sus valiosos descubrimientos y la curiosidad profana “el dragón tremebundo de su terminología hermética”. La obra entera de Ortega es un homenaje al “estilo”, un monumento al buen decir y escribir, pero también al riguroso y profundo pensar. Apenas agregaría que esa cortesía que Ortega le reclama al filósofo se le debería reclamar también al ensayista, al teórico y al investigador científico.
El buen ensayo filosófico se escribe hoy con estilo claro y conciso, transparente, sin rebuscamiento verbal ni enredamiento expresivo. Los mejores ensayistas de nuestro tiempo se expresan siempre en estilo diáfano e inteligible. Muy a pesar de Góngora, que defiende la oscuridad minoritaria y condena, tanto en prosa como en poesía, el estilo claro y llano (que entiende como “fácil” y “bajo” a la vez) de Lope de Vega y Quevedo, el ensayo debe procurar ser inteligible, penetrable, pues solo así puede resaltar como acierto. En este punto es preciso aclarar un posible equívoco: claridad no es necesariamente sinónimo de facilidad o superficialidad, lo mismo que oscuridad no lo es de profundidad.
Como expresión literaria, el ensayo debe aspirar a la claridad y aun a la clarividencia. Su propósito es arrojar luz, aclarar ideas o hechos, iluminar un texto fascinante o un acontecimiento relevante sobre el que se escribe y que, al convertirse en objeto de reflexión, se reconstruye en el acto de escritura. El intelecto y la erudición, soportes básicos del ensayo, descansan en lo discursivo. El razonamiento discursivo es ese proceso mediante el cual el pensamiento del autor toma forma de discurso, es decir, discurre, argumenta, razona, explica, interpreta, refuta, contradice; en una palabra: verbaliza. Para desplegarse, la razón requiere de un fundamento verbal y es tal fundamento lo que hace posible su despliegue.
En su obra Ensayo sobre Cioran (1980), el filósofo y escritor español Fernando Savater enumera brevemente los rasgos estilísticos distintivos de algunos escritores-pensadores de diversas épocas. Identifica así dos grandes tendencias: una es la ruptura de las reglas gramaticales o literarias (Heráclito y la invención de palabras nuevas, la quiebra de la sintaxis en Artaud y Bataille, la reducción del discurso a puro balbuceo o gruñido en Beckett); la otra, la exacerbación de distinciones retóricas (Adorno y la circulación dialéctica, la ironía y la paradoja en Diderot, Chesterton, Unamuno,…).
Ya en el campo del ensayo contemporáneo habría que mencionar los hallazgos expresivos de un puñado de escritores notables del siglo XX: Paul Valéry, José Ortega y Gasset, Antonio Machado, Pedro Henríquez Ureña, Alfonso Reyes, Octavio Paz, Jorge Luis Borges, E.M. Cioran, entre otros. En la mayoría de estos autores –no en todos, ciertamente- hay un predominio de la escritura clásica. Hay, digamos, una atención y sujeción respetuosas a las normas del buen decir, una renuncia a provocar innecesarias rupturas sintácticas o morfológicas, un rechazo a cualquiera innovación expresiva y a todo tipo de experimentalismo verbal. Escriben con claridad, con transparencia, sin consumar transgresiones, sin desmesuras verbales, sin inútil barroquismo. Algunos cultivan un equilibrio sereno y armonioso. Mientras menos desmesura, tanto mejor; cuanto menos audacia verbal, tanto mayor dominio. Otros pueden experimentar, escribir con vértigo y desgarro, con angustia lacerante, y expresar verdades amargas, dolorosas y trágicas, pero casi siempre en lenguaje y estilo contenidos, refrenados, dueños de sí mismos aun cuando parezcan desbordarse, para que nada, absolutamente nada, pueda alterar la serenidad del texto. Todos ellos intentan pensar con rigor y coherencia, todos elucubran sobre la realidad, la existencia o el texto acudiendo a la alegoría, la metáfora o la metonimia. Borges combina con maestría única diversos géneros literarios, sorprendiendo y confundiendo al lector, tendiéndole trampas, creando un nuevo género, un nuevo tipo de escritura que escapa a cualquier encasillamiento fácil y ligero. Paz concibe la escritura como búsqueda y camino. Su escritura es a un tiempo clásica y moderna. Tiene textos auténticamente híbridos, como El Mono Gramático (1974), texto espléndido y deslumbrante que se convierte en experimento verbal, en exploración acerca de las relaciones entre pensamiento y lenguaje y de las posibilidades e imposibilidades del lenguaje poético. Allí recurre a un lenguaje innovador, provoca rupturas, fusiona distintos géneros en un ejercicio brillante de “ars combinatoria”. Algunos textos de Bataille son relatos-ensayos en los que lo narrativo (lo ficcional) se fusiona con lo discursivo, en un estilo espasmódico, convulsivo, descarnado, que provoca la quiebra sintáctica.
Que el pensamiento sienta y el sentimiento piense, como quería Unamuno. “Lo que en mí siente, está pensando”, escribe Pessoa en un célebre poema. Pero si lo que en mí siente está pensando, ¿lo que en mí piensa está sintiendo también? La vieja oposición sensible-inteligible queda problematizada. Esta intuición surrealista rige no solo para la poesía y la narrativa, sino también para el ensayo. Para el ensayo esclarecedor y enriquecedor, aclaro, que ilumina zonas oscuras y profundas, estratos semánticos desconocidos del texto o del fenómeno, para revelarlos y fomentar su aprecio o su comprensión.
He eludido exponer una estética preceptiva o normativa, en la que descreo. No es posible formular reglas exactas o normas claras acerca de cómo escribir ensayos. El arte de escribir no se enseña ni se transmite: se aprende solo, sobre la marcha, escribiendo y reescribiendo una y otra y otra vez, hasta la fatiga. Nadie enseña a escribir a nadie. Nadie aprende a escribir ensayos directamente de su maestro, aunque haya sido un Montaigne. Cuando decimos que tal o cual autor nos enseña a escribir (y a pensar), lo único que queremos decir con ello es que su prosa constituye para nosotros un modelo de escritura, un ejemplo digno de emular. Confesamos nuestra admiración por el autor. Y es solo en este sentido como nuestro admirado autor nos enseña a escribir.

Si, como apunta Paz en Las peras del olmo (1957), “no hay recetas para escribir novelas o poemas”, tampoco las hay para escribir ensayos. Escribir ensayos filosóficos es un oficio que nos enfrenta a una exigencia ineludible de claridad conceptual y expresiva; es entrar a una zona de confluencia donde coinciden felizmente el rigor de pensamiento y la sensibilidad poética, el razonamiento discursivo y la imaginación creadora. El ensayo es como una luz diurna y solar. Cultivarlo es como sentarse uno tranquilo y plácido a la sombra meridiana de un árbol después de haber agotado una mañana de andanzas.

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