El envejecimiento de la población y el sistema de seguridad social

El envejecimiento de la población y el sistema de seguridad social

Al reflexionar sobre el sistema de seguridad social debemos partir de que la población de República Dominicana, al igual que la de todo el mundo, presenta una tendencia al envejecimiento.
Medio siglo atrás, una característica fundamental de la población dominicana era la existencia de familias extensas, con muchos niños y pocos ancianos. Eso ha venido cambiando y, con el paso del tiempo, la tendencia es tener una gran población envejecida. Actualmente se estima que las personas de 60 años y más ya rondan los 1.3 millones, y para 2030 podrían llegar a dos millones.
Obviamente, la presencia de una gran población infantil implicaba, para aquellos en edad activa, un costo económico de significación, porque las familias tenían que dedicar muchos recursos para la crianza de los niños, la alimentación, salud y educación.
Pero algo parecido va a ocurrir cuando haya una gran población longeva. En este caso, el costo ya no será la educación, sino la atención a la salud y los servicios sociales.
En el ínterin, hay una época dorada, durante la cual hay mucha población en edad activa, en capacidad de trabajar. Es la época apropiada para que los países prosperen y creen sólidos sistemas de seguridad social, que permitan acumular los fondos para la vejez. Es lo que se llama el bono demográfico.
Desde hace un buen tiempo en la República Dominicana disponemos de ese bono. Y hace dos décadas, cuando estábamos discutiendo la creación de un sistema de seguridad social, era el momento ideal, pues ya habíamos logrado bajar sustancialmente la proporción de población infantil y todavía no teníamos una población masiva de adultos mayores.
Tener una gran parte de su población longeva se ve como un gran logro de los países, algo que debe generar satisfacción, pues todos queremos que la gente viva más, pero debemos garantizarles bienestar, y esto, desde el punto de vista macroeconómico, genera algunas interrogantes a las sociedades.
Países como Japón y los europeos pueden financiar amplios servicios sociales para sus envejecientes, puesto que han alcanzado altos niveles de ingreso y cobran muchos impuestos, lo que les posibilita financiarlos.
Y como les va quedando poca población activa, pueden poner robots a que hagan el trabajo, porque cuentan con la tecnología para ello.
En América Latina ya hay países con una población muy envejecida, pero que no cuentan con los recursos para sostenerla. Los casos extremos son Cuba y Uruguay, pero también otros del Cono Sur y Costa Rica.
En República Dominicana todavía no hemos llegado esa situación, pero hacia allá vamos. Cuando estábamos discutiendo la creación del sistema de seguridad social, partimos de una serie de ventajas que teníamos y todavía nos permiten tiempo para arreglar lo que hicimos mal.
La principal ventaja era el bono demográfico, y la segunda era que estábamos comenzando de cero, de modo que podíamos diseñar el sistema más conveniente.
En esto último éramos un caso único, porque hace 20 años en América Latina los sistemas de seguridad social eran maduros, y ya acumulaban una alta deuda actuarial, lo que dificultaba mejorarlos. Los dominicanos, al partir virtualmente de cero, estábamos en condiciones de generar los activos suficientes sin tener casi pasivos.
Pero cometimos errores. A pesar de que el país ha disfrutado de una de las épocas de prosperidad y estabilidad económica y política más dilatadas de su historia, no calculamos que ese proceso vendría acompañado de dificultades para la creación de empleos formales, de creciente informalización del trabajo y de una tendencia a la disminución de los salarios reales, que persistió hasta bien entrada esta década. Esto es, poca gente cotizando, y cotizando poco.
El primer gran error fue que quisimos construir un sistema de seguridad social a imagen y semejanza de los implantados en Europa un siglo atrás, sin pensar que aquellos fueron concebidos para una época en la que pocos llegaban a vivir más de los 60 años.
En términos sencillos, la gente comenzaba a trabajar antes de los 18 años, se pasaba 40 años trabajando y pocos llegaban a los 60; y los que seguían vivos se jubilaban y morían poco después, de manera que el dinero que habían acumulado a lo largo de la vida activa era suficiente para sostener el corto tiempo de la vida pasiva.
Pero desde mediados del siglo pasado la esperanza de vida se ha extendido en más de 20 años. De manera que, cuando nosotros iniciábamos el camino, ya los demás venían de regreso. Proponer una edad de jubilación de 60 años fue una locura, cuando casi todos los países se estaban adaptando a las nuevas circunstancias de tener una esperanza de vida mucho más extensa que antes.
Esa adaptación significó elevar las cotizaciones y retardar el retiro, y, cuando aun así había dificultades, tuvieron que elevar sistemáticamente la carga tributaria para subsidiar el sistema.
Extrañamente, en nuestro caso no solo se insiste en jubilación a los 60 años, sino que se ha llegado al extremo de establecer, en algunos segmentos privilegiados, que se puede tener derecho antes de los 50.
Actualmente, a los 60 años la esperanza de vida es unos 21 años más para los hombres y 24 años para las mujeres. ¿Se imaginan cuánto dinero se necesitaría tener acumulados para mantener una buena pensión por 24 años? Peor aún es que existan grupos que se asignan pensiones escandalosas a costa del dinero público, sin el más mínimo criterio de viabilidad fiscal.
Por otro lado, en el mundo actual, aún en el caso hipotético de que una persona comience a cotizar a los 20 años y se retire a los 60, no hay ninguna garantía de que se haya pasado 40 años contribuyendo, pues la estructura económica y social han cambiado, la gente alterna empleos formales con informales o períodos de ocupación y de paro. O sencillamente, dejó de contribuir por algún medio.
Otro punto que debemos tomar en cuenta es que el sistema de seguridad social puede constituirse en particularmente injusto con las mujeres. Intentando protegerlas más, podemos conseguir el efecto contrario. En muchos esquemas se permite la jubilación a una edad más temprana para las mujeres. Pero si se tiene en cuenta que la remuneración percibida por ellas a lo largo de la vida activa suele ser inferior a la de los hombres y que su esperanza de vida es mayor, es presumible que acumularán menores fondos y para un retiro más duradero, por lo que jubilarlas a una menor edad significa condenarlas a una pensión muy inferior.
Otro error que se cometió aquí fue pretender que, con un nivel de cotización sumamente bajo y un contexto de salarios reales muy bajos, el sistema iba a ser suficiente para pagarle pensiones razonables a la población en su edad de retiro. Con una contribución de apenas 8%, de un salario de por sí bajo, en la República Dominicana creemos que es verdad que tendremos seguridad social, y eso es una caricatura. En muchas partes del mundo la cotización supera el 15% y en algunas el 20%. En casos como Uruguay, además del 15% de contribución, debieron establecer un impuesto al valor agregado de 22%, para dedicar 7 puntos a financiar las pensiones.
Pero el más grande de todos los errores, en un país con un Estado sumamente débil, fue pretender resolver todos los problemas mediante el consenso, de modo que se permitió que las partes interesadas impusieran su propia ley.
Seguridad Social y democracia. La gobernanza de la seguridad social constituye un buen ejemplo de las limitaciones de la democracia cuando se procura que las decisiones del Estado sean el fruto del consenso público, entendido aquí como unanimidad.
De alguna manera tendremos que entender que en un sistema capitalista los empresarios juegan un papel fundamental y los trabajadores otro en el sistema económico. La sociedad civil y la prensa también tienen su rol en velar por el buen funcionamiento de las instituciones, la justicia social y la transparencia.
Y también tenemos que entender que el Estado tiene un rol indelegable. Es positivo que los problemas nacionales y sus posibles soluciones se discutan; que el Estado escuche a los demás sectores.
Pero al final, que los capitalistas y los trabajadores ejerzan su papel y el Estado el suyo. La decisión sobre la conducción del país corresponde al Estado. Para eso están sus órganos técnicos y decisorios. Para eso están sus poderes.
Un largo período de pretender que todo sea resuelto por vía del consenso ha dado pie a diversos medios de captura de las instituciones del Estado por grupos de interés y, lo que puede ser peor, a una parálisis en las reformas básicas por una mayor justicia social y modernización institucional. En la República Dominicana hay reformas imprescindibles, que no avanzan por imposibilidad de complacer a todo el mundo.
Ciertamente, en el caso de la seguridad social, acuerdos al interior de la Organización Internacional del Trabajo plantean que la gobernanza sea tripartita. Pero eso se resolvía creando un Consejo Directivo de tres personas, uno por el Estado, uno por la clase capitalista y otro por la trabajadora.
Esa pretensión de complacer a todo el mundo condujo a la creación de un Consejo Nacional de la Seguridad Social multitudinario, paralizante.
Por más vueltas que le doy al tema, no entiendo qué hace la Asociación Médica en el CNSS; o qué hace la Asociación Farmacéutica o los gremios de enfermería o de “profesionales y técnicos”, o qué hacen ahí personas que representan intereses de las AFP o las ARS, o compañías de seguros o instituciones financieras. Y como para las decisiones cada sector tiene poder de veto, con 17 miembros titulares y otros 17 suplentes, me imagino que en la práctica es lo más parecido a una gallera. Las mejoras prácticas, que indefectiblemente afectan intereses, se postergan por años y hasta décadas, como se está evidenciando ahora con lo de los centros de atención primaria para la salud.
Los resultados. Así, cuando ya deberíamos tener un sistema de seguridad social maduro, que garantizara un retiro digno, nos encontramos con que todavía solo 42% de la población ocupada cotiza al régimen de pensiones y apenas un 15 por ciento de la población mayor de 60 años percibe una pensión.
Y esto con el agravante de que el sistema fue concebido para que se otorgaran pensiones razonables y, como han venido evolucionando las cosas, los que alcancen a recibirlas va a ser en condiciones muy precarias.
La ley aprobada en 2001 también preveía que el Estado se encargaría de subsidiar a aquellos jubilados cuyos fondos no alcanzaran para una pensión adecuada, o aquellos que no tuvieran la oportunidad de la pensión.
Pero se ignoró que contamos con un Estado que funciona con una carga tributaria extremadamente baja, y la sociedad dominicana no ha logrado reunir algunos consensos para discutir un Pacto Fiscal, que estaría llamado a resolver ese tipo de problemas.
A pesar de que el Gobierno ha desarrollado grandes esfuerzos en el combate a la pobreza, los limitados recursos con que se maneja el fisco dominicano operan como un poderoso freno.
Estamos a tiempo de enderezar el rumbo. El país disfruta de admirables indicadores de crecimiento con estabilidad por largo tiempo; todavía la población no ha envejecido y desde hace algunos años se aprecian progresos en términos de generación de empleo formal, mejora de los salarios reales y reducción de la pobreza, así como de mejoría en la calidad y cobertura de los servicios públicos básicos a los ciudadanos. Pero tales progresos no han sido suficientes para superar el rezago histórico.
Y en la búsqueda de soluciones debemos evitar las simplificaciones caricaturescas. Las deficiencias no se resuelven eliminando las ARS o las AFP o pretendiendo volver al antiguo sistema de reparto. Si el problema fuera de AFP, entonces países como Uruguay o la mayoría de los europeos tendrían cotizaciones bajísimas y jubilación temprana. Lo que se requiere es fortalecer el poder de imperio del Estado para evitar ser sometido por los intereses particulares.
El problema de nuestro sistema de pensiones es macroeconómico: sea de reparto o capitalización, alguien tiene que pagar por las pensiones. Y cuando no es por vía de contribuciones obligatorias, es por impuestos.

Isidoro Santana es economista, Ministro de Economía, Planificación y Desarrollo.

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