El equilibrio del terror

El equilibrio del terror

FABIO RAFAEL FIALLO
En los círculos de poder de Washington soplan nuevos vientos a propósito de la política a adoptar en Medio Oriente. Atrás han quedado los días del año 2003 en que la iniciativa de invadir Irak contaba con el apoyo, no sólo del Partido Republicano, sino también de una gran parte de la oposición demócrata. Atrás han quedado también las intenciones de los neoconservadores de implantar la democracia a golpe de cañonazos en aquella región. Hoy se trata de buscar la fórmula mágica que permita a Estados Unidos salir del atolladero de Irak. Prueba de ello son los llamamientos a dialogar con Siria e Irán lanzados por tres figuras prominentes del propio partido de Bush, a saber: Henry Kissinger en un artículo reciente; Robert Gates, flamante ministro de Defensa, en su presentación ante una comisión del Senado de su país; y James Baker, antiguo secretario de Estado, en un informe sobre la situación en Irak preparado por una comisión bipartita copresidida por él.

El perceptible cambio de actitud del establishment político norteamericano deja intacto, sin embargo, un tema central de la problemática medio-oriental: la actitud a tomar ante el programa nuclear iraní. Tanto Robert Gates como James Baker esquivan simplemente la cuestión. Omisión tanto más cuestionable y sorprendente cuanto que uno es el nuevo secretario de Defensa y el otro es cofirmante de un informe que aspira a proponer una “ofensiva estratégica global” para el Medio Oriente en su conjunto.

Henry Kissinger, por su parte, insta a Teherán a comportarse, “no como una causa sino como nación” (en otras palabras propone que Irán abandone sus intenciones belicosas en nombre del Islam), pero al mismo tiempo rechaza explícitamente que ese país pueda convertirse en potencia nuclear. En ese caso, ¿cuál sería el interés para Irán de sentarse a dialogar si de entrada se le niega la posibilidad de perseguir un objetivo al que él otorga una prioridad estratégica fundamental? Ahí es precisamente donde se encuentra la gran falla de las propuestas ventiladas actualmente en la capital norteamericana: las mismas no toman cuenta plenamente del cambio en la correlación de fuerzas que ha tenido lugar a favor de Irán. Con la desaparición del régimen de Saddam Hussein, con Estados Unidos entrampados en Irak, y con las grandes potencias divididas en cuanto a las sanciones a tomar contra Irán, este último país se encuentra en una posición que le permite mostrarse intransigente en lo que respecta al mantenimiento de su programa nuclear.

A final de cuentas, Washington tendrá que negociar con Irán. Ahora bien, ¿qué negociar? Tres son las opciones que los Estados Unidos pueden vislumbrar. Primera opción: aceptar que Irán consolide su posición dentro de la parte chiíta de Irak a cambio de ayudar a Washington a salir del atolladero iraquí. El programa nuclear iraní no entraría en esa negociación. Ésta opción, que se encuentra subyacente en el informe de la comisión copresidida por James Baker, sería difícilmente aceptable para Irán: sabiéndose en posición de fuerza, Teherán no va ayudar a Estados Unidos a resolver el caos iraquí sin obtener concesiones norteamericanas en lo que respecta a su programa nuclear. Pero incluso si Irán aceptase esta fórmula, el problema álgido que representa el programa nuclear iraní quedaría pendiente de solución.

Segunda opción: aceptar el programa nuclear iraní a cambio de una hipotética ayuda de Teherán en el atolladero de Irak. En este caso son los Estados Unidos que rehusarían negociar. Es difícil, en efecto concebir que Washington se muestre dispuesto a aceptar una modificación geopolítica estructural tan considerable, de consecuencias incalculables a largo plazo, como es la ascensión de Irán al rango de potencia nuclear, a cambio de una mera ventaja pasajera, coyuntural: la de obtener ayuda para salir del lodazal iraquí.

Tercera opción: aceptar el programa nuclear iraní pero a cambio de que Irán ofrezca garantías concretas de que habrá de respetar el status quo regional, lo que implicaría reconocer de manera explícita, sin ambages, el derecho a la existencia del Estado de Israel.

Una negociación de ese tipo podría imponerse finalmente.

Irán otorga una prioridad estratégica fundamental a su programa nuclear, pues es el éxito de éste lo que sellaría definitivamente su rango de gran potencia regional. Al mismo tiempo, Teherán sabe que su programa está a expensas de un ataque militar norteamericano, a menos que dicho programa reciba el aval de la comunidad internacional. Tan importante es la encrucijada actual para Irán, que ese país podría hacer concesiones significativas con tal de poder llevar a término sus ambiciones nucleares con la aquiescencia internacional. Y es precisamente el hecho de que Irán ha puesto tanto en juego con sus aspiraciones nucleares lo que abre las puertas a lo que en otras circunstancias sería inimaginable: un reconocimiento de su parte del Estado de Israel. Sin duda hay grupos dentro del régimen iraní que repelen la simple idea de aceptar la existencia de Israel. Pero dicho régimen no constituye un bloque monolítico. Dentro del mismo existen sectores dispuestos a hacer concesiones importantes a fin de proteger su programa nuclear. Basta recordar que en mayo de 2003 Irán había hecho una oferta de cooperación a Estados Unidos en diferentes áreas, lo que Estados Unidos rechazó (ver “Iraq: What Iran and Syria want”, BBC News, 13 de noviembre de 2006). Y son esos sectores los que saldrían reforzados ante la perspectiva de la tercera opción, pudiendo inducir al régimen iraní a comportarse, como diría Henry Kissinger, no como una causa sino como nación.

Una negociación en torno a las concesiones antes aludidas podría contribuir de manera significativa a la solución del conflicto entre Israel y los palestinos. El reconocimiento por Irán del Estado de Israel llevaría al Hamás, aliado de Teherán, a mostrar mayor flexibilidad frente a Israel. E Israel estaría dispuesto a hacer concesiones importantes con miras a la creación de un Estado palestino a cambio del reconocimiento por Irán del Estado de Israel.

Nótese que aquí no se trata de caer en la ingenuidad de creer que al régimen iraní sólo le interesan los aspectos civiles de la energía nuclear. Aquí partimos de la premisa dura: Irán quiere la bomba. Y visto el elevadísimo costo político de impedírselo, Estados Unidos se verá impelido a perseguir la tercera de las opciones que acabamos de delinear.

Esta vía implicaría la creación de mecanismos y alianzas tendientes a que ambas partes respeten los términos de la negociación. Los países que se sentirían amenazados por un Irán con colmillos nucleares (entre otros Arabia Saudita, Egipto y por supuesto Israel) tratarían de expandir su arsenal militar y profundizar sus vínculos con Estados Unidos, lo que para Washington, dicho sea de paso, no sería motivo de desplacer. Un nuevo equilibrio del terror, similar al que reinó durante la Guerra Fría, se instauraría así en Medio Oriente, con cada grupo acechando los movimientos del adversario. Y al igual que el pasado equilibrio del terror logró ahorrarle al mundo una conflagración atómica, de esa misma manera el equilibrio del terror que se perfila en el Medio Oriente podría convertirse en un factor, ciertamente no de paz, pero sí de estabilidad.

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