El escultor da forma a la piedra

El escultor da forma a la piedra

FEDERICO HENRÍQUEZ GRATEREAUX
Es el escultor quien da forma a la piedra. Como es obvio, lo hace a golpes de martillo y cincel. Sea en mármol, basalto o piedra arenisca, el escultor transforma la materia bruta en obra de arte. Las figuras que emergen de un bloque trabajado por Miguel Ángel o Augusto Rodín -lo mismo un artista del renacimiento que uno contemporáneo- no pertenecen al «reino del mineral».

Son «resultados» de la voluntad estética de esos dos grandes artistas. Ellos han actuado sobre la piedra de un modo radicalmente distinto de cómo lo hace el agua o el viento, la simple «erosión de los elementos».

El escultor imprime un programa integral en un trozo de mármol; su esfuerzo doblega a la piedra y le impone su ley. De no existir los escultores todas las piedras serían cantos rodados o inertes estratos geológicos; por el hecho de haberlos, algunos pedregones se levantan frente a nosotros, llenos de humanidad, convertidos en poesía tridimensional.

Las piedras de cualquier clase, los recursos de la naturaleza en conjunto, son «materias primas» para construir calzadas, puentes, casas, ciudades, catedrales. Han de entrar al servicio de unas ideas, unos propósitos, bajo el imperio de unas voluntades que modifican lo dado, lo impuesto por las circunstancias. El hombre esta siempre metido en una batalla contra «las circunstancias». El contorno ofrece el peligro y la salvación, el objeto que mata y el que libera. Ortega ha descrito maravillosamente esta faceta de la vida humana al hacer el examen de las diversas formas de cacería. Los objetos que nos rodean no son lo que son, de una vez y para siempre; son esto o aquello en virtud de cada situación, frente a cada problema particular. Un árbol puede ser un cadalso si una multitud cuelga de él a un delincuente o a un tirano. Ese mismo árbol podría ser refugio si nos persigue un toro bravo. Y podría también matarnos si chocamos contra su tronco en un automóvil pequeño. La misma piedra con que tropezamos puede ser un arma arrojadiza que aleje el peligro de las fieras. Las cosas son lo que son en conexión con las pretensiones de los hombres que las usan o manejan. La estructura social y la «voluntad de hacer» juegan papeles protagónicos simultáneos.

Un estadista hace con la sociedad lo que un escultor con la piedra. Hay naciones pobres y naciones ricas; sociedades con mucha o con poca educación, países con más y con menos recursos naturales. Esas realidades geográficas, económicas, sociales, son el marco donde opera el estadista. Pero no condicionan ni predeterminan el destino político de las sociedades. A lo sumo lo matizan. Ese es el caso del Japón, una sociedad oriental, racialmente homogénea, con una antigua y valiosa civilización, que adoptó la cultura y la ciencia occidentales; que se industrializó sin poseer las materias primas a transformar. ¿Es más fácil o más difícil gobernar una sociedad rica y educada? O al revés: ¿Es más difícil o más fácil gobernar una sociedad pobre y con alto índice de analfabetismo?

Se ha dicho mil veces que el hombre es «hijo de las circunstancias». La famosa frase de Ortega: «Yo soy yo y mi circunstancia», una expresión filosófica preñada de sentido ontológico, ha sido mal interpretada una y otra vez. La vocación de un escritor, por ejemplo, puede realizarse en las circunstancias más penosas o adversas. Rubén Darío nació en Metapa, en el seno de una familia indígena chorotega. Pablo Neruda nació en Parral, un villorrio de Chile. ¿Cómo fue posible que estos hombres influyeran sobre la lengua española y saltaran por encima de tan grandes limitaciones? La ética raciovitalista exige que usted «llegue a ser el que es», o sea, que consiga ser «en acto pleno» lo que solo es «en potencia» o proyecto. Dominar las circunstancias, en lugar de ser aplastado por ellas, es el asunto central. Para el hombre no hay tal «adaptación al medio», como ocurre con los infusorios. El hombre tiene el deber de transformar el medio y «adaptarlo» a su figura de vida, a su vocación radical. El escritor, el hombre de empresa, el político, el artista, están obligados a «llegar a ser lo que son» en plenitud. Y esta es una obligación moral.

Pero es preciso entrar en combate con las circunstancias, empuñar el cincel y el martillo, para que la piedra durísima modifique su monstruoso perfil. La vida es un drama continuo. El peligro de frustración y acabamiento no cesa nunca. Por eso el miedo saca su cabeza peluda y nos cohíbe e inhibe. Ortega vivió convencido de que el miedo envilece y frenetiza al hombre. En su prologo al libro del conde de Yebes nos dice: «Mientras el pavor hace al hombre torpe de mente y moción, lleva las facultades del bruto a su mayor rendimiento. La vida animal culmina en el miedo». El animal perseguido corre más; en cambio, el hombre acosado sufre parálisis. Se requiere de un acto vigoroso de la voluntad: para vencer el miedo, en primer lugar; luego, para embestir contra las circunstancias y colocar el cincel sobre la áspera roca cotidiana.

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