El esperpento del poder

El esperpento del poder

“Mal asunto cuando la democracia no es sino un esperpento del poder y atemoriza a aquellos que al renunciar a su soberanía han perdido la capacidad de decidir su futuro”.

Tendemos irremediablemente a deformar la realidad estirando groseramente sus límites hasta hacer coincidir lo que pasa con lo que nos gustaría que ocurriese. Que la verdad no te estropeé una buena historia, decimos los periodistas cuando los hechos, que son tozudos y se resisten a la manipulación, dan al traste con la interpretación que forzamos de ellos al intentar que sostengan una visión de las cosas que no se ajusta a la verdad. Un mecanismo de auto-engaño que se prodiga en tiempos de crisis cuando el presente se llena de carencias y el futuro de incertidumbres y zozobras.  Por mucho que repitamos una mentira, solo la verdad nos hace libres. En este empeño -el de negar la evidencia transformamos nuestras propias vidas, la imagen que transmitimos de nosotros mismos, en un trampantojo grotesco de la existencia en el que la conciencia y la dignidad, en lugar de apéndices de la libertad que preservan principios y derechos, no son sino vertederos donde arrojamos la ética y la moral.

En ese basurero caben también la ideología y el pensamiento crítico, que manipulamos igualmente hasta conseguir alterar el significado de las ideas a fuerza de no llamar nunca a las cosas por su nombre y renunciar, en consecuencia, no solo a interpretarlas sino a aprehenderlas. La vida se mira en el espejo distorsionado de la crisis y el cambio no es más que un espejismo que nos consume a fuerza de negamos el futuro. Es la apariencia malencarada de una vida hipotecada por los que deciden en tu nombre lo que hay que hacer y cómo hay que lIevarlo a cabo. Mal asunto cuando la democracia es un esperpento del poder y atemoriza a aquellos que al perder su soberanía han renunciado a su independencia negando su voluntad y su capacidad de decisión.

Acusan al pueblo de haber vivido por encima de cualquiera de las posibilidades de la historia como si el hambre, las privaciones y la necesidad fueran una alternativa o un fin en sí mismas. Lo peor es que ya nunca pasa nada. Una inanición que nos paraliza hasta el conformismo y relativiza nuestra capacidad de respuesta hasta la aquiescencia vergonzosa de quien renuncia a su destino porque ya lo ha perdido todo, porque teme a la razón sin miedo y no tiene nada, ni siquiera una causa justa por la que luchar.

Una inacción que atrofia la capacidad de respuesta y nos instala en la indignación como si fuera posible sobrevivir en la indigencia. Los que no llegaron, los que se quedaron, todos esos perdedores que nos han condenado de antemano al fracaso.  Ojalá pudiéramos volver a aquellos tiempos en los que confundíamos la realidad con el deseo, cuando la palabra era un arma de futuro.

A fuerza de ver pasar la existencia ante nuestra mirada impasible hemos cerrado los ojos confundiendo equidistancia con seguridad, prudencia con cómplice silencio, tibieza con constancia y ecuanimidad con equilibrio. No obstante, la injusticia permanece, está ahí, como la desigualdad y la corrupción esperando que alguien diga ¡basta! que se rehabiliten las herramientas de la política y la vocación pública para resucitar el espíritu del cambio, esa fuerza transformadora y vital, la ilusión de que otro mundo es posible, la capacidad de convertir en certezas y logros lo que no son sino dudas y tribulaciones.

Es preciso hacer algo y hacerlo con urgencia. Sacudimos de una vez este marasmo y pasar a la acción. Tal como está el mundo, no resulta extraño que vivamos en el engaño. Desconocemos lo que ocurre pero, créanme siendo ignorantes no todos ignoramos lo mismo. Es posible que no sepamos a ciencia cierta quién está en posesión de la verdad, pero tenemos la certeza inequívoca de saber quién miente. Quien promete “continuar con lo que está bien, corregir lo que está mal y hacer lo que nunca se hizo.”

Publicaciones Relacionadas