Tiene que ser una grave preocupación, y un permanente dolor de cabeza para los altos mandos policiales y los estamentos superiores del gobierno, al ver la constante participación de los miembros de la Policía Nacional en la comisión de actos delictivos de todos los matices y peligrosidades.
Los medios de comunicación describen diariamente, de cómo tantos alistados policiales y hasta militares, son capturados o ultimados por sus compañeros cuando son interceptados en la comisión de actos delictivos de las clases más variadas en las calles o inmuebles, desde humildes casas hasta comercios, industrias, almacenes, hasta terminar en el atraco a entidades bancarias.
Y para cometer tantos delitos, los policías o militares utilizan las armas de reglamento que les proporciona el Estado para ser salvaguarda del orden y las leyes, y a la vez han recibido un riguroso entrenamiento para el manejo de esos artilugios de muerte, convirtiéndose el Estado en el cómplice principal de la situación de violencia que padecemos, y que a todos nos tienen atemorizados y guarecidos en los hogares.
La causa, de que tantos miembros de la policía y de las Fuerzas Armadas están desacreditando las principales instituciones del orden, radica en el origen de sus miembros de una humilde extracción y con una escasa educación, que a veces ni llega a un octavo grado, proviniendo de zonas de elevada miseria, que al verse con un uniforme y un arma de fuego portada legalmente, les confiere un poder demasiado grande. Vemos cada día cómo son detenidos esos malos hombres de uniforme. Además, no es raro ver de cómo militares activos sirven de escolta a poderosos narcotraficantes, sin sonrojo de quienes autorizan tales prácticas.
El Estado, por mantener en el país la mentalidad trujillista de disponer de unas abultadas Fuerzas Armadas y la Policía Nacional por igual, ha concentrado un poder muy grande en manos de humildes seres humanos, incultos y no adecuados mentalmente para cumplir sus deberes de salvaguarda del orden y de la seguridad nacional.
En consecuencia, una buena parte de la cuota de muertes, por la ola de violencia, recae sobre el Estado, el cual ha equipado a tantas personas para llevar armas de fuego. Estas son una tentación irresistible para salir de la pobreza, de la cual han provenido esos ciudadanos uniformados.
El Gobierno no puede darse golpes en el pecho y anunciar toda clase de medidas imprácticas para combatir la violencia, cuando la oleada de la misma va en aumento a ojos vista, abarcando sectores que antes se sentían seguros, y ahora, con el aumento del patrullaje policial, no hay seguridad en las calles, con el agravante que los tienen pasando hambre y ellos se dedican a solicitarle a los civiles alguna ayuda para comer.
Además, ya es una constante, el ver policías de noche en ciertas esquinas, atemoriza más a los ciudadanos que un antisocial que a veces todavía no tiene un arma de fuego. Incluso hay ciudadanos, para evitar casos como el de aquel joven acribillado en el Ensanche Luperón por una patrulla, porque alegadamente no se detuvo en un lugar oscuro, no se detienen hasta llegar a un lugar iluminado y concurrido, que como potenciales testigos, evitarían alguna confusión mortal a la que son tan adictos los policías.