El Estado, lo público. Es relativamente frecuente que, en los ámbitos de la política y la academia, en determinados momentos se vuelva a discutir con vivo interés temas que en el pasado se consideraron claves para conocer el presente y con ello poder proyectar el futuro, el Estado es un ejemplo.
La vuelta a la discusión sobre ese tema comenzó hace más de dos décadas, ante el evidente fracaso de las políticas neoliberales. Ahora, con la pandemia del covid-19 y sus efectos devastadores sobre la cotidianidad de los sectores más pobres de todo el mundo, se hace más pertinente el debate sobre el papel del Estado como ente regulador de la economía y defensor del patrimonio público. Aquí, por diversas razones y hechos, esta cuestión cobra particular pertinencia.
En efecto, estamos ante una nueva administración del Estado que se inició en medio de una pandemia, sucediendo otra que aliada a determinados sectores del mundo empresarial utilizó esa institución como medio para engrosar patrimonios privados depredando determinados bienes de carácter público.
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Por consiguiente, aquilatando esa experiencia se hace mucho más perentoria la reflexión sobre el papel del Estado en la presente administración, no solo como administrador de lo público, sino como ente esencial para promover un cambio en la dirección del país. Para eso, es imperativo que esta institución proteja y potencie el derecho de la gente y del pequeño inversor de aprovechar la puesta en valor de recursos naturales y del suelo urbano para promover el desarrollo.
Los países que han logrado altos o aceptables niveles de desarrollo humano son aquellos que han apostado a la descentralización del poder con el objetivo democratizar la gestión de lo público. Son aquellos que han logrado superar la tendencia a reducir el concepto Estado solo al ámbito del Gobierno central, obviando, consciente o inconscientemente, el papel de los poderes locales como ejes centrales para la gestión y ordenamiento del territorio.
En ese sentido, excluir la voz y las prerrogativas de los poderes locales de las discusiones, diseños y alcances de los grandes proyectos de desarrollo portuarios, turísticos o mineros en sus territorios, constituye una forma de sustraer a las mayorías de los beneficios de la puesta en valor de recursos que son esencialmente de dominio público. Sin una firme regulación del Estado de la puesta en valor de esos recursos, cualquier iniciativa de políticas públicas resulta irremediablemente limitada.
Por consiguiente, las alianzas público-privadas, las grandes inversiones del capital privado sin la debida regulación financiera y democrática del Estado, no garantizan el desarrollo del territorio. Máxime, si quienes o quien desde esa institución promueven esas iniciativas obedecen a grupos corporativos de carácter privado. Lo dice la experiencia.