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En las décadas de los años sesenta y setenta del pasado siglo 20, las universidades públicas de los países de la América española y el Caribe, al igual que en otras ocasiones de su historia, vivieron un proceso de transformación estimulado por los cambios que experimentaron sus diversas realidades nacionales. En lo que a la Pontificia y Real Universidad de Santo Domingo respecta, dicho proceso tuvo manifestaciones muy peculiares que sólo las personas muy entendidas en la materia alcanzaron a entender. El transcurso de la Universidad Primada estuvo muy relacionado con los impactos negativos de los modelos de desarrollo adoptados por los gobiernos que se sucedieron en esa época, entre los que cabe mencionarse el incremento de la deuda externa; el aumento del valor de las importaciones de bienes y servicios; y, el bajo nivel de inversiones, entre otros. Estos factores contribuyeron a generar un notable aumento del desempleo, un sostenido aumento de la pobreza, y una creciente marginación de los grupos sociales menos favorecidos. Entre las transformaciones más importantes acaecidas en esos años de luz y de sombra cabe destacarse: a) la gran expansión cuantitativa de la educación superior; b) su notable diversificación institucional; c) el aumento de la participación del sector privado; d) el incremento de la internalización de esas instituciones; e) el cambio de actitud de los gobiernos frente a las mismas; y f) los esfuerzos de transformación de parte de algunas de esas instituciones. En ese lapso de tiempo, la educación superior dominicana experimentó un singular proceso de expansión que se tradujo en aumentos de gran significación en renglones esenciales como la creación de instituciones, programas académicos, flujos de estudiantes, aumentos en el número de egresados, entre otros. Mientras en 1960 existía en el país una única institución de estudios superiores, la Real y Pontificia Universidad de Santo Domingo, que para la época albergaba a poco menos de tres mil estudiantes, en 1985 el país ya contaba con 19 instituciones de educación superior que en conjunto albergaban a más de 123 mil estudiantes. Lo que significaba que el Subsistema Dominicano de Educación Superior había elevado su cobertura neta de un escaso 1% a casi un 13% en el transcurso de esos primeros veinticinco años de crecimiento sostenido. Pero, pese a la multiplicación de esas tasas de crecimiento, la calidad y pertinencia de la formación proporcionada por las universidades y demás instituciones de educación superior resultaba ser muy inadecuada. Urgía reformar el sistema. Pero, ¿Cómo? ¿Copiando de Francia el modelo de universidad napoleónica consistente en un conjunto de escuelas profesionales separadas carentes de núcleo aglutinador, tal y como lo hicieron las repúblicas que surgieron en América Latina a raíz de las guerras de Independencia?
Al comienzo del siglo 19, la Revolución Francesa había suprimido todas las universidades del país galo por considerarlas instituciones anacrónicas y refugio de privilegios inaceptables. Para entonces, los enciclopedistas y los ilustrados franceses ya habían denunciado a la universidad como “un residuo medieval y un rémora de la ciencia”. Napoleón reorganizó y transformó la universidad hasta convertirla en un organismo estatal al servicio del Estado que la financia, que fija sus planes de estudios, su administración, y que nombra sus profesores, en fin, en algo muy distinto a lo que tradicionalmente se había entendido como universidad. Diríamos que aquí no les resultó difícil a los adláteres de Trujillo convencerlo de que modificara las estructuras de la Universidad Primada e instalara en ella el modelo napoleónico.