El Evangelio según Juan Dolio

El Evangelio según Juan Dolio

ALLAN RAMOS
Yo, Claudio, he visto recientemente y a través de la televisión, el descubrimiento de un manuscrito de autor desconocido que dicen fue hallado hará como unos treinta años y en la misma Tierra Santa por la cual se enseñorearon los primeros cristianos y se dieron a conocer los clásicos Evangelios que siempre he conocido desde mi niñez.

Contaba dicho programa televisivo, que la narración de “la última cena”, en lo que respecta a Judas Iscariote, sucedió de forma distinta a la narrativa clásica que todos conocemos.

Según el minucioso peritaje científico practicado al manuscrito, está revestido éste —siempre según los expertos— de una autenticidad más allá de toda duda. Pero claro, autenticidad en cuanto a su época —diecisiete siglos— pero no necesariamente en cuanto a la intención de su autor o la credibilidad de los hechos que allí se narran.

Como pocos me conocen y ansío la fama, (la sinceridad es mi peor defecto), no quiero pasar por alto otro descubrimiento —creo— de igual envergadura que aquel y por ello aprovecho ahora la oportunidad que me brinda la presente para darlo a conocer al mundo.

Pero antes permítaseme decirles cómo me tropecé con éste.

Hará unos treinta años —qué coincidencia— en un día lúgubre y huérfano de sol, pincelado por una brisa mezquina e inoportuna llovizna, cuando en el sigilo de la noche rebuznaba a lo lejos un burro y utilizaba yo para entonces un sofisticado detector de metales en la playa de Juan Dolio, de pronto todo sucedió…

Era entonces un iluso y obsesivo impenitente con la idea de encontrarme de súbito el remedio esperado para mis graves penurias económicas —no, nunca consideré aceptar un cargo público— y tropezarme quizás, con suerte, con alguna que otra prenda descuidada por algún enamorado y embriagado turista playero.

Grande fue mi suerte ese día, cuando a punto de finalizar mi habitual faena nocturna, rezumbó mi artefacto detector, con un silbido ensordecedor, de tal magnitud, que hasta a la noche despertó, y presentí por fin la llegada final de mis desventuras.

Escarbé profundamente unos tres metros hasta dar con una extraña caja metálica, que bajo un juego de sellos, sogas y extraños símbolos (luego supe eran de un antiquísimo lenguaje), logré abrirla y encontré dentro de ella lo que parecía ser un papiro -antiguo y bien enrollado— pero en muy malas condiciones.

Ya de vuelta esa misma noche a mi natal Santo Domingo, procedí a poner mi descubrimiento en manos de los mejores especialistas que pude obtener de la guía telefónica (claro, los busqué bajo la letra “P” de “Papiros”) y di con dos de ellos que sólo por sus nombres sabía de antemano que había acertado en la elección pues destilaban pura sapiencia; se llamaban Don Burdelino y Don Enemencio.

Les llamé muy tarde esa misma noche y luego de negociar sus honorarios -un módico 50% del valor que obtuviere por la venta del tesoro— acordamos reunirnos al día siguiente en mi casa para examinar y desentrañar el misterio del descubrimiento.

Ya temprano en la mañana, al despuntar el alba y con el deambular callejero de los últimos borrachos derrotados por el aguardiente, llegaron puntuales Don Burdelino y Don Enemencio, que más me parecieron a primera vista, caricaturas inconclusas pintadas sobre un lienzo, que científicos consumados.

No pienso extralimitarme ahora sobre los pormenores del exhaustivo experticio practicado al papiro por mis nuevos asociados ni por sus continuas trifulcas por adjudicarse el mérito de la primicia de tal o cual idea, pero esto sí les diré: que de no haber sido primos hermanos, Don Burdelino y Don Enemencio hubieran pasado a la historia y fuera de toda duda por ser los primeros dos de los cuatro jinetes del Apocalipsis y la fecha del juicio final se hubiera tenido que adelantar por varios siglos.

Tarde esa noche me “evacuaron” —alegóricamente hablando— un veredicto que más que aclararme el origen del papiro, de cómo terminó enterrado en la playa de Juan Dolio o del contenido y propósito del mismo, me creó muchas más dudas, sobre todo al concluirme Don Enemencio con la traducción y lectura de su contenido.

Sí, Don Enemencio era un experto conocedor del antiguo Arameo, lenguaje en el cual supe estaba escrito el papiro, aunque pensándolo bien, también tengo serias dudas de si su conocimiento del Arameo —según él, aprendido al través de un curso por correspondencia— era tan fiel como se repetía en decirme.

Ni que fuera nada largo el contenido del papiro. Yo diría que tendría apenas unas cinco páginas de las convencionales de hoy en día, pero sí que me resultó interesante su contenido.

Como que jamás hubiera adivinado que “el Maestro” pidió un blanco corcel para entrar a Jerusalén pero que como estaban todos alquilados —por ser temporada alta—, tuvo que conformarse, muy a regañadientes, con un jumento.

Ni que al desmontarse, pisó aceite de lámpara y fue tal el desparpajo resbaladizo que creó, que tumbó cuantas mesas de cambio se tropezó en su camino y que si no fuera por el látigo que le lanzó su discípulo más amado y del cual se asió con fuerzas, lastimando a muchos, nadie sabe adónde hubiera parado.

O cual la sorpresa de saber que “el Maestro” se negó a pagar los daños causados por su desliz, invocando “resbaladura de fuerza mayor” y que los cambistas insatisfechos con sus explicaciones fueron raudos y veloces al Sanedrín a ponerle querella, sin dar luego con su paradero al retornar con la orden de arresto.

¡Y todo por treinta monedas de plata en daños… quién lo hubiera imaginado!

Que asustados los discípulos con la situación creada —todo según la fiel narración del papiro— no se les vio ya más y hasta unos días después, cuando se reunieron a cenar en la casa del compadre de “el Maestro” que los había invitado porque esa misma tarde había bautizado a una hija.

Ni qué hablar de la extraña ceremonia del pan y del vino que tuvo que repetirla incómodo “el Maestro” tres veces porque uno de sus discípulos insistía en que no acababa de entenderla, y que en franca desesperación el Maestro juró que si una sola vez más el tarado se atrevía a hacerle siquiera otra pregunta, en penitencia le lavaría hasta los pies.

En fin, que fueron tantas las sorpresas narradas y descubiertas por mí en dicho papiro y sobre los últimos días que el Maestro pasó en Jerusalén (antes de que los cambistas le atraparan esa misma noche), que no tendría espacio en el mundo para escribir sobre ellas.

Pero les juro que todo lo que acabo de narrar es la pura verdad, fiel e inequívoca según fuera ella transcrita y descifrada en el papiro. Pues de lo contrario —pienso— ¿quién se hubiera molestado en dejar de ello testimonio en un pergamino cuidadosamente conservado durante mil setecientos años según me estimara su fecha de creación Don Burdelino?

Además, de estar yo errado —o siquiera el papiro— mi tesoro carecería de valor alguno, igual lo sería el Evangelio de Judas y el Código Da Vinci y lo peor de todo, es que mi fama tendría que esperar a mejor suerte…

Publicaciones Relacionadas

Más leídas