El fanático y su verdad

El fanático y su verdad

“Los que creen en su verdad -los únicos de los que la memoria de los hombres guarda huella- dejan tras ellos el suelo sembrado de cadáveres” E.M. Cioran

POR FIDEL MUNNIGH
El mundo rebosa de cultos, de credos, de dioses.  Hay demasiado culto fanático, demasiada fe ciega abonando y ensangrentando los caminos.  Los extremos se imponen sobre el término medio, la locura sobre la sensatez, la fe sobre la duda.  Hoy se cree mucho y se duda poco, cuando lo saludable debería ser más bien lo contrario.

En todo lo vital hay peligro de contagio.  Capaz de todo y de nada, como pensaba Pascal, el hombre se contagia de cuanto existe: de lo bueno y lo malo, de lo bello y lo siniestro, de lo sensato y lo necio.  Sólo que, curiosamente, se muestra más inclinado a contagiarse del vicio que de la virtud, del delirio que de la lucidez, del desenfreno que de la moderación.  Lo malo se pega, como dice la gente. De todo lo pernicioso que pueda haber en el mundo, tal vez lo que más rápido y frecuente se contagia es la imbecilidad.  Uno quisiera que se contagiase también la inteligencia y la sabiduría, pero eso sería pedir demasiado.  Los seres humanos, congregados en masa, pierden de inmediato la cabeza, empiezan a delirar y a concebir febriles proyectos.   Debe ser cierto eso de que somos animales de costumbres, a juzgar por la facilidad con que nos acostumbramos al horror y la estupidez. 

El fanatismo es uno de los peores contagios posibles del alma, peor incluso que cualquier enfermedad del cuerpo.  Se riega pronto por nuestro tejido y nos devora por completa como un cáncer.  Quien lo sufre es un enfermo de cuidado. En el fanático hay apasionamiento y desesperación, pasión desesperada.  Quiere contagiar a todos de la alegría de su fe (de su religión, de su ideología) y aspira a que algún día ella sea la del mundo entero.  No soporta que haya otra fe, o falta fe, a su lado.  Es un ser obtuso, intolerante, intransigente; es también un extremista, pues no conoce término medio: o todo o nada. Le basta y sobra su fe para vivir y ser feliz, y nada más.  Divide al mundo entre los que profesan su fe y los otros.  Es un ser poseído de fiebres y delirios, de ideas fijas, un iluso y, muy a menudo, un ignorante.  Lo mismo puede ser creyente que ateo, fundamentalista musulmán o judío que militante católico o protestante, nazi que estalinista o maoísta, trujillista que castrista.

 El verdadero fanático siempre es capaz de matar o de morir por una idea, su idea, por una causa, su causa, por un dios, su Dios. Y al hacerlo, se siente libre de toda culpa, pues cree estar cumpliendo un deber impostergable.  No es raro que el fanatismo conduzca muchas veces al crimen y que el fanático se convierta  en asesino en nombre de una causa que cree justa y verdadera. Si algo le caracteriza es su desprecio por la vida y por los demás. 

El fanático desprecia esta vida terrenal, la suya y la ajena, la desprecia porque no le colma.  Hay algo más valioso que esta vida y es la verdad, su verdad.  Por eso, sueña con otro mundo, en la tierra o en el cielo, sueña con un reino superior a este triste valle de lágrimas, en donde sus esperanzas y anhelos serán colmados.  El fanático es un resentido cargado de hostilidad hacia la vida.  Y, sin embargo, admitámoslo, hay algo de heroico (de un heroísmo monstruoso, incomprensible para Occidente) en el gesto suicida del joven palestino de Hamás que estrella un carro-bomba contra un grupo de ocupantes israelíes, muriendo en el acto. Ese joven muere esperanzado con la promesa de ir al Paraíso, donde está el Profeta, por haber contribuido a librar la Guerra Santa.

No es exagerado caracterizar buena parte de la historia de la fe como la historia de la intolerancia.  La fe no sólo la fe religiosa, sino la creencia en alguna verdad o entidad suprema por la que los hombres deben matar y morir, ha sido el fundamento y origen de todas las persecuciones, purgas e inquisiciones.  La fe contiene el germen de todas las formas de tiranía y opresión.  En nuestro tiempo, la figura del fanático religioso ha reemplazado a la del revolucionario  ateo.  Delirante, febril, llega a concebir la mayor de las ideas, la idea suprema: la idea de Dios.  Inventa a Dios a su medida.  Pero no inventa un Dios amoroso y compasivo, sino a uno celoso y beligerante, terrible y vengativo.

 Ese Dios le ordena matar, y en nombre de ese Dios mata.  Hace años leí en la prensa española la carta de un lector que condenaba la fatwa o sentencia de muerte decretada por el régimen de Irán contra el escritor Salman Rushdie por blasfemia contra el Islam.   Aún recuerdo esta frase indignada que creo inmejorable: “Matar a un hombre para defender una idea no es defender una idea: es matar a un hombre”.

A lo largo de la historia, los hombres han asesinado por muy diversas razones, una de ellas por su credo o su dios particular.  No hay un solo hombre, que yo sepa, que haya cometido asesinato por incredulidad, en nombre de su duda.  Esta, y no otra, es la ventaja moral de la duda sobre el dogma.  En nombre de la duda, de la falta de fe, no se mata.  Sólo se mata en nombre de alguna convicción superior, de alguna verdad suprema en cuya gozosa posesión se está y se vive. Quién ha emprendido persecuciones religiosas o políticas en nombre del escepticismo o de alguna filosofía pagana?  Alguien puede imaginar, por ejemplo, una iglesia de incrédulos militantes, una congregación de fieles que defienden su duda en todo momento y que la imponen como forma de vivir y de pensar?

 En un mundo demencial, alucinante, como el nuestro, parecemos abocados a elegir entre la ceguera fanática y la decadencia tolerante, entre el dogma y la duda, entre la barbarie y la ruina.  Harto conocemos las obras de los fanáticos.  Su paso por esta tierra ha sido desastroso. 

Los escépticos y tolerantes, en cambio, puesto que no se apoyan en ninguna fe ni apuestan por nada, le ahorran calamidades a la humanidad.  Están ahí, los pobres, discretos, callados, inadvertidos.  Nadie repara en ellos, nadie les hace caso, cuando es a ellos y sólo a ellos que deberíamos prestarles atención. No acometen empresas sangrientas, ni fundan inquisiciones para defender a ultranza sus creencias y condenar a muerte a los incrédulos o infieles; no perpetran crímenes en nombre de una fe dada, de un Dios único y verdadero; no emprenden persecuciones ni ejecutan procesos y purgas.   Los escépticos son los únicos que no dejan tras ellos el suelo regado de cadáveres.

Pero son los fanáticos los que dominan el escenario.  La furia iconoclasta de los Talibán, la furia destructora de colosales estatuas milenarias de Buda en Bamiyán, Afganistán, es sólo un nuevo episodio en una dilatada historia de intolerancia religiosa, iconofobia y odio a lo diverso.

Publicaciones Relacionadas

Más leídas