El filósofo dijo…

El filósofo dijo…

Era un momento de cambio y reflexión. Alguien tuvo la feliz ocurrencia de llamar al anciano filósofo que residía en el bosque, donde la vegetación era más intrincada: “prefiero”, decía, “la compañía de las fieras del bosque porque actúan con naturalidad, sin dobleces ni engaños”.

Pidió que le reunieran los nuevos, los que permanecían y los que se retiraban. “Creéis”, comenzó, “que representáis a la sociedad y nada más falso. Son vuestras acciones las que sirven para juzgarlos, ya que sabidas son las palabras bíblicas que rezan: con la vara que midas, seréis medidos”.

“Sabéis que vuestra actitud, apego al buen decir, la honradez más acrisolada, el respeto por las ideas ajenas, debe ser la forma de conduciros de ahora en adelante”.

“Quienes tenéis la alta honra de iniciar vuestra participación sabéis que es de largo el legislar, que en el extenso y fugaz tránsito sobre la tierra, algunos hombres se han levantado sobre los demás y se distinguieron por la sabiduría con que legislaron”. “Debéis saber que legislar es interpretar los principios más sagrados e importantes de la escala moral, por tanto, tenéis la obligación de imitar a quienes en el pasado trabajaron, en cada estadio de la civilización, para que el hombre pudiese vivir en un ambiente de libertad, respeto, convivencia, solidaridad”.

El viejo filósofo continuó su discurso mientras sobre el ágora sólo se escuchaba el rumor del viento que cruzaba indiscreto entre los asistentes a la reunión.

“Sabéis que la construcción de las sociedades se forja colocando piedra sobre piedra, pero las piedras deben ser escogidas cuidadosamente, tanto como debéis pensar y actuar para que el nuevo escalón que se coloca tenga la solidez que demanda la elevación de miras con que se actúe”.

“No ignoráis que los primeros espejos retrataban la bondad o maldad de los humanos, ya no era el agua clara y serena de los dos, cuyo paso desvanecía las imágenes. Aquel hombre, poseedor de grandes riquezas, adquirió uno y su rostro devolvió la imagen de la maldad, de la codicia, del robo público, de la corrupción moral, sexual, social, del engaño. Arrepentido de sus fechorías caminó hacia el lago, entró, se hundió y no lo hallaron jamás”.

“¿Cuántos de vosotros”, preguntó “podréis disfrutar de las aguas del lago sin que la conciencia los hunda con el peso de sus crímenes y maldades, cometidos al amparo de las investiduras que les permiten decir que sois representantes del pueblo? Comenzáis hoy, quieran los dioses, que terminéis con honor, es posible”.

Alzó su túnica y se despidió con una reverencia.

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