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Como bien lo expresara el escritor español Julio Fermoso: “las misiones que una universidad tiene hoy son mucho más complejas y variadas que las que la sociedad le encomendaba en épocas pasada no lejanas. La universidad debe enseñar, y debe hacer investigación, tanto del máximo nivel y de aplicación no inmediata como de aplicación más próxima, esta última junto al sector productivo. Y también ha de hacer tareas de investigación y de servicios que darán respuestas a problemas concretos que tengan las empresas o los sectores públicos, y que posiblemente serán de pequeña envergadura. Pero además ha de estar disponible para colaborar con la formación continuada de los profesionales que ya dejaron las aulas, atenta a la demanda creciente de educación de adultos y, todo ello, procurando adaptarse al uso de las nuevas tecnologías para la enseñanza. La universidad ha de estar abierta a la colaboración internacional como medio de gran utilidad para mejorar en sus objetivos y debe ser receptiva a las peticiones de modificaciones en los contenidos formativo que imparte en sus programas”.
Como también ha señalado de modo certero el estadounidense F. Van Vught: “La expansión de los sistemas de enseñanza superior y el aumento en los costos de éstos tienen que ser cada vez más legitimados por beneficios claramente identificados para la sociedad. Las universidades tienen que hacer frente a la necesidad de mostrar a la sociedad su pertinencia, calidad y responsabilidad”. Muchas de esas ideas se vieron reflejadas en los discursos que pronunciaron, la Ministra de Educación Superior, Ciencia y Tecnología, el Rector de la Universidad Autónoma de Santo Domingo, el Rector del Instituto Politécnico Loyola y el Rector de la Universidad Abierta para Adultos en el acto de apertura del “Foro por la Educación Superior del Futuro” celebrado el 23 de noviembre recién pasado.
La no dependencia de otros para la creación de ciencia y de conocimiento, junto a la libertad para la expresión de las ideas propias y la confrontación con las de los demás, son las bases que sentaron el principio de la autonomía universitaria, irrenunciable para que la universidad cumpla con los fines que la sociedad le demanda. Pero, ¿cuáles estrategias habremos de adoptar para disponer a corto o mediano plazo de un número suficiente de científicos, tecnólogos y empresarios pertinentes a los cambios, intereses y resultados esperados? Todas ellos plantean a la comunidad académica, retos de trascendencia en la búsqueda de elementos que nos permitan llegar a una dinámica concertación entre los distintos actores de la sociedad y a consensos globales sobre el futuro que guiará el desarrollo de la ciencia y la tecnología.
A modo de servirnos de ellos y no volver a repetirlos, tengamos en cuenta los errores cometidos por nuestros antepasados en sus fallidos intentos por elevar la calidad de nuestro sistema de instrucción pública: Por la carencia de buenos maestros fracasó la reforma de La educación emprendida aquí por Eugenio María de Hostos a finales del siglo XIX; se frustraron los intentos de reforma de Julio Ortega Frier (1916); colapsó muy a destiempo la reforma impulsada por Pedro Henríquez Ureña (1931); lo mismo sucedió con la reforma emprendida por la Misión Chilena (1940) y con la iniciada por el doctor Joaquín Balaguer a principios de los años 50. Tengamos presente la tragedia vivida por los países latinoamericanos, incluyendo el nuestro, en los años 80 del pasado siglo 20. No olvidemos que para finales de esa década nos encontrábamos con una deuda externa de más de 4,000 millones de dólares y con los precios internacionales de nuestros productos tradicionales en baja y sin expectativas de aumentos, entre otros malestares de los problemas.
El contenido de esta entrega es ofrecer una descripción de los problemas que nos afectan en materia de educación superior y, al hacerlo, destacar los factores estratégicos que definirán su porvenir.