El fracaso: visto por la neurociencia

El fracaso: visto por la neurociencia

José Miguel Gómez

El cerebro del fracasado almacena o revive eventos traumáticos, frustraciones, experiencias y adversidades que, han terminado formando parte de sus emociones, sus pensamientos o sistema de creencias. Recordemos que una creencia es aquella que asumimos, esperamos o creemos, donde tenemos la certeza o la afirmación de que es verdadera.

Las creencias influyen en los objetivos, propósitos y metas que escogemos, las parejas y amigos que elegimos, pero también en las decisiones y los comportamientos que asumimos. Una creencia distorsionada o limitante, puede alimentar un prejuicio, un miedo, una defensa irracional o una decisión equivocada.

Es decir, tus creencias configuran tus comportamientos, tus comportamientos configuran tus resultados y tus resultados terminan confirmando tus creencias, plantea la neurociencia.
Las creencias influyen en tu vida; de ahí que el fracasado siempre activa pensamientos rumiantes negativos o limitante, ejemplo; “no tengo suerte” “mejor no lo intento” “las personas siempre traicionan” “a mi todo me sale mal” etc.

Esas creencias se convierten en emociones negativas: ira, miedo, tristeza, enojo, resentimiento, remordimiento y odio, para construir una autoestima baja, donde la persona que ha vivido fracaso, se siente “poca cosa” se rechaza, se compara, se siente feo, o poco inteligente, sin habilidades y sin destreza en la vida.

La baja autoestima, y las emociones negativas llevan a la depresión, ansiedad, al escapismo social, trastorno inadaptación, y al abuso de drogas.

La actitud frente al fracaso puede llevar al miedo, la inseguridad, el temor y la angustia por volver a experimentar el fracaso, la crisis, la adversidad, la frustración o la sensación de la derrota. Esas creencias y vivencias traumáticas almacenadas en el cerebro dejan huellas somáticas donde la persona se acepta como derrotado, incapaz de construir autoconfianza, autodeterminación y empoderamiento para creer en sí mismo.

El fracaso deja un aprendizaje de visión en túnel, de acatamiento social, de pesimismo y conformismo, de victimización y de temor, donde la persona sin comprenderlo abandona sus propósitos de vida, sus metas y esperanza; para convertirse en una persona poca productiva, temerosa, solitaria, defensiva, traumatizada y con pobre capacidad para manejar los estresores psicosociales.

Sin embargo, cuando se utiliza bien el cerebro, cuando las creencias son potencializadoras, la autoestima sana, los miedos resueltos y las adversidades confrontadas, se construye un aprendizaje cerebral positivo; de optimismo, de seguridad, de competir y de siempre seguir adelante, no importa la circunstancia.

Literalmente, del dolor se aprende, de las crisis y los fracasos. Pero siempre teniendo presente que el sufrimiento es opcional; cada persona debe confrontar sus traumas, miedos y limitantes que les paraliza en cualquier área de su vida.

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Los fracasos también tienen sus virtudes.
A veces confundimos “haber fracasado” con “ser un fracasado”. Es diferente cuando la persona que se siente emocionalmente fracasada, debido a que su percepción es derrotista, pesimista y de tendencia a la angustia anticipatoria de fracaso; pero, sobre todo, siempre activa un sistema de creencia negativa.

La identificación personal con el fracaso conlleva a la desvalorización, o sentir vergüenza y humillación de sí mismo.
Nelson Mandela en su historia trágica siempre decía: yo nunca pierdo: o gano o aprendo.
En psicoterapia se les enseña a las personas la frase de Epíteto: “lo que de ti depende es aceptar o no aquello que no depende de ti.