El furor de racistas e iconoclastas

El furor de racistas e iconoclastas

Las protestas en Estados Unidos y en el mundo a raíz de la muerte en Minneapolis de George Floyd, que son manifestaciones tanto contra el racismo como contra la brutalidad policial sin fronteras que acogota a nuestras sociedades, pusieron en la mira en Richmond, Bristol, Londres, Boston y Bélgica, a las estatuas de Williams Carter Wickham, Edward Colston, Winston Churchill, Cristóbal Colón y Leopoldo II, que fueron derribadas, vandalizadas o removidas, como una manera de denunciar el racismo y el abuso contra las civilizaciones aborígenes.
Las protestas -curiosamente ausentes cuando se trata de los seculares y cotidianos abusos de las fuerzas policiales dominicanas contra los miembros de las clases más excluidas, discriminadas y marginadas de la sociedad, torturados y muertos en supuestos intercambios de disparos, como supuestos delincuentes en una estructura social que criminaliza la pobreza y donde el peor delito es ser “pobre, negro, feo y LGBT”- se extendieron a la República Dominicana, tanto en las redes sociales como en el Parque Independencia de Santo Domingo, donde una manifestación terminó con la agresión contra los manifestantes por un grupo de ultranacionalistas que vociferaban insultos racistas y el apresamiento y posterior liberación de manifestantes de ambos bandos. La reacción de muchos fue desacreditar como antipatrióticas a algunas de las manifestantes antirracistas, por ser de ascendencia haitiana; señalar que en el país no hay racismo sino “defensa de la patria dominicana contra el intento imperial de fusión con Haití”; y proclamar que el discurso antirracista e identitario es una “importación yanqui”, propiciada por el “marxismo cultural” y las “ONGs de Soros y demás yerbas”.
Hay que aplaudir esta manifestación contra el racismo en todas sus formas pues significa que los dominicanos caminamos hacia el reconocimiento de nuestra identidad afroamericana, esto gracias al hecho de que, al emigrar a Estados Unidos y Europa, los dominicanos hemos descubierto que somos negros. Esto nos permite reaccionar contra un antihaitianismo importado por las elites dominicanas, como nos advierte Silvio Torres-Saillant, de las potencias occidentales, beneficiarias por siglos de la esclavitud y “comprometidas con un credo racial negro-fóbico”, condición fundamental para la inserción en el orden mundial de la República Dominicana como contrapeso de Haití, y contra una ideología racista, importada también de Occidente, que postuló la superioridad evolutiva del “hombre blanco”, concibió al indígena y al negro como pariente moderno del “eslabón perdido”, justificó la dominación de los grupos blancos sobre las razas “degradadas, primitivas y salvajes”, legitimó el exterminio racial y se mezcló con el elitismo arielista de los intelectuales dominicanos de principios de los 1930, plasmado en el programa del Partido Nacionalista de Lugo y Peña Batlle y asumido totalmente por la dictadura Trujillo.
Pero combatir el racismo es una cosa y convertirnos en jueces es otra. Como bien advirtió Marc Bloch, “durante mucho tiempo el historiador pasó por ser una especie de juez de los Infiernos, encargado de distribuir elogios o censuras a los héroes muertos”. La historia es para comprenderla no para juzgarla con los lentes prejuiciados del presente. Si se derriban las estatuas de Churchill, habrá que hacer lo mismo con las de John Locke, padre del liberalismo, quien tuvo la cachaza de considerar “claramente la esclavitud de hombres negros como una institución justificable” y con las de Marx, quien se alegraba de que “la magnífica California fue quitada a los vagos mexicanos” por los Estados Unidos. La “cancel culture” -por la que abogan los idiotas biempensantes de la trulla buenista, pero totalitaria por su ciega veneración y acérrima defensa de lo “políticamente correcto”, que llega al extremo absurdo e insólito de crear “safe spaces” en las universidades, donde se refugian aquellos estudiantes que no soportan oír las ideas contrarias que consideran por ello ofensivas, y que considera reprobable “apropiación cultural” que las jóvenes blancas usen trenzas sobre las que al parecer tienen derechos reservados las negras- amenaza, además, la libertad de expresión: recientemente HBO Max retiró “Lo que el viento se llevó” por considerar que la película “glorifica la esclavitud” y un editor del New York Times tuvo que renunciar por acoger un artículo de un senador en el que apoya el despliegue de tropas para reprimir las protestas por la muerte de George Floyd. Sólo se respeta verdaderamente la libertad de expresión si ella protege los discursos dañinos, provocadores, desagradables e hirientes, lo que no impide criminalizar de modo razonable y excepcional los casos más extremos de discurso del odio por raza, clase, origen étnico y género.

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