El gato de Zizek

El gato de Zizek

A simple vista, la revuelta popular en Irán y la remoción del presidente hondureño Manuel Zelaya son acontecimientos que parecen no tener vinculación ninguna. Sin embargo, si miramos detenidamente lo que ocurre a ambos extremos del mundo, veremos que de esos dos eventos podemos extraer lecciones importantes para nuestras democracias.

Comencemos por Irán. Lo que ha ocurrido allá es genialmente descrito por el filósofo esloveno Slavoj Zizek: “Cuando un régimen autoritario se acerca a su crisis final, su disolución, por regla general, sigue dos pasos. Antes de su colapso real, se produce una misteriosa ruptura; de repente, la gente sabe que el juego se ha acabado y, simplemente, ya no tiene miedo. No es sólo que el régimen pierde su legitimidad; hasta su propio ejercicio del poder es percibido como una reacción de pánico impotente. Todos conocemos la clásica escena de los dibujos animados: el gato llega a un precipicio, pero sigue caminando, ignorando el hecho de que no hay suelo bajo sus pies, así que sólo comienza a caer cuando mira hacia abajo y se da cuenta de que hay un abismo. Cuando pierde su autoridad, el régimen es como un gato por encima del precipicio: para que se caiga, sólo hace falta recordarle que mire hacia abajo”.

Todos hemos quedado sorprendidos de las posibilidades de la libertad de expresión y de movilización popular en Irán. La idea que nos habían vendido los medios de comunicación occidentales es que aquello era una dictadura fundamentalista sin prácticamente ninguna fisura a nivel de las élites dominantes. El cuadro que emerge de las noticias es, sin embargo, más diverso. Lo que existe en Irán es una república, lógicamente una república del Islam con una peculiar división de poderes. Pero quienes se manifiestan en las calles lo hacen por el respeto al derecho al voto, por la posibilidad de escoger a sus gobernantes y por el derecho a participar en el gobierno. Se trata de tres prerrogativas, protegidas por la Constitución de Irán, y que forman parte del ideario democrático y republicano occidental desde las revoluciones liberales del siglo XVIII. Si se quiere, la estrategia de la oposición en Irán ha sido tratar de llevar el régimen a su propia legalidad democrática, independientemente de que las posiciones de todos los líderes en el Irán sean muy parecidas en lo que respecta a las relaciones exteriores y el lugar de la religión en los asuntos públicos.

El caso de Honduras es diferente. No estamos en presencia de un gobierno autoritario que pierde paulatinamente su legitimidad popular. El gobierno de Zelaya surgió de unas elecciones democráticas. Pero su pérdida de legitimidad se parece a la del gato de Zizek: para todos resulta increíble que el presidente hondureño no percibiese que su intento de convocar una consulta popular era percibido por todo el establishment como algo que atentaba contra las reglas de juego de la alternabilidad democrática y del Estado de Derecho. Por demás, todos los poderes públicos hondureños, salvo el ejecutivo, consideraron ilegal e inconstitucional la consulta, aunque la testarudez de Zelaya y de los partidos hondureños, condujo a su ilegal deportación y a una sucesión presidencial de cuestionable legalidad. 

La crisis hondureña tiene al menos la virtud de que ha unido a todos, gobiernos de izquierda y de derecha, en el apoyo a la cláusula democrática de la Declaración de Santiago (1991), en virtud de la cual las naciones americanas se comprometen a actuar conjunta y solidariamente ante cualquier amenaza de interrupción del Estado de Derecho en un Estado parte. Lamentablemente, un entendimiento simplón de esta cláusula “otorga legitimación internacional a gobiernos de tinte autoritario que cumplen con los requisitos democráticos solo en el plano formal” (Juan Méndez y Gastón Chillier).

El viejo autoritarismo a donde parecer ir Irán y a donde los gobernantes de Honduras podrían girar es tan peligroso como el de nuevo cuño y que se caracteriza por ser un “autoritarismo progresivo o populismo de baja intensidad” (José María Lacalle), al cual se arriba cuando se sustituye la legitimidad de los controles democráticos institucionales de los poderes públicos representativos por la legitimidad plebiscitaria y mediática de un caudillo vinculado directamente con el pueblo.

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