El giro a la izquierda de América Latina

<p>El giro a la izquierda de América Latina</p>

FABIO RAFAEL FIALLO
En el 2006 tuvo lugar en América Latina la consolidación de un fenómeno político que se observa desde el inicio de la década presente: el continente ha emprendido un claro viraje hacia la izquierda, lo que implica una ruptura significativa tanto en el plano económico como en el político. Veamos pues.

En el plano económico, ese nuevo giro marca el fin de un período de dos décadas en el que prevaleció el llamado “Consenso de Washington”, a saber, recetas neoliberales de gestión económica apadrinadas por las dos instituciones financieras internacionales con sede en la capital norteamericana: el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional. Las recetas en cuestión se basaban en una fe casi religiosa en la capacidad de las leyes del mercado para acelerar el crecimiento económico y erradicar la pobreza. Privatizaciones de empresas estatales, equilibrio de las finanzas del Estado incluso a expensas de servicios sociales en materia de salud y educación, liberalización comercial, eran los ingredientes principales de las medidas sugeridas o impuestas por aquellos organismos internacionales.

El auge del Consenso de Washington se debió a dos factores diferentes. En primer lugar, el colapso del bloque soviético condujo al resquebrajamiento de certidumbres bien incrustadas en la izquierda tradicional latinoamericana con respecto a los efectos benéficos de la planificación económica y de la propiedad estatal de las industrias claves. En segundo lugar, el nivel de endeudamiento externo que habían alcanzado muchos de los países latinoamericanos obligaba a los mismos, si querían obtener nuevos empréstitos extranjeros, a aceptar las recetas de política económica que les imponían las instituciones financieras radicadas en la capital norteamericana. Las políticas del Consenso de Washington aparecían pues como eficaces (visto el derrumbe de la vía socialista) y como insoslayables (dadas las vicisitudes financieras del continente).

Ha sido esa creencia en el Consenso de Washington lo que ha volado en pedazos en estos albores del siglo XXI. La realidad se encargó de demostrar que el crecimiento económico no es neutro socialmente: la elevada tasa de crecimiento exhibida por América Latina en la última década del siglo pasado sirvió más a la adquisición de yipetas y la construcción de mansiones individuales que a aliviar el estado de miseria crónica en el que vivía, y vive aún, una inmensa mayoría de la población. Hoy, la mitad de la riqueza del continente está en manos del 10% de la población de nuestros países, mientras que más de la mitad de dicha población vive por debajo del umbral de la pobreza.

A los defensores del Consenso de Washington ni siquiera les quedó la excusa de que sus políticas no habían sido puestas correctamente en práctica: apenas unos meses antes del descalabro financiero de Argentina, ese país había recibido los elogios de representantes de las instituciones financieras antedichas, quienes habían calificado dicho país de alumno modelo. Dicho de otro modo, el famoso Consenso no había previsto que los ingresos de las privatizaciones masivas que tuvieron lugar en Argentina terminaran su camino, como lo hicieron en realidad, en las cuentas privadas en bancos extranjeros de gobernantes corruptos.

Pasemos ahora al plano político. El fracaso del Consenso de Washington ha tenido por resultado el triunfo de partidos y movimientos de izquierda que habían impugnado las bases mismas de dicho Consenso. Ahora bien, es una izquierda remozada, no ignorante de sus errores pasados, una izquierda más lúcida y pragmática en regla general, la que está asumiendo los destinos de nuestro continente.

El pragmatismo y la lucidez se revelan particularmente en el campo de la economía. Por radicales que parezcan sus discursos, ninguno de los partidos o movimientos que hoy acceden al poder muestra la fe de otrora en la planificación económica y la propiedad estatal de los medios de producción. Ciertamente, en algunos casos la izquierda propone la nacionalización de los recursos naturales (como en Bolivia, por ejemplo); pero cabe recordar que la nacionalización de ese tipo de recursos no es un rasgo distintivo de la nueva izquierda sino que en ciertos casos, como en el de Venezuela, esos recursos ya habían sido nacionalizados antes de la toma del poder de esa nueva izquierda. Tampoco debe pasarse por alto que en ningún país del continente se ha cerrado las puertas a contratos de explotación de recursos energéticos con empresas transnacionales de ese sector.

Una prueba fehaciente del pragmatismo de la nueva izquierda lo encontramos en Daniel Ortega, de regreso al poder en Nicaragua. En las antípodas del radicalismo de ayer, Ortega persigue hoy la cooperación con el sector privado en la lucha contra la pobreza y ha sostenido reuniones con Anoop Singh, alto funcionario del Fondo Monetario Internacional, tendientes a formular un programa que asegure la estabilidad financiera de su país. La necesidad de respetar los llamados equilibrios financieros ha sido también uno de los criterios claves de la gestión gubernamental del presidente Lula del Brasil.

La izquierda latinoamericana ha adoptado lo que un reputado economista de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), Javier Santiso, califica de “economía política de lo posible” (ver su libro “Latin America’s Political Economy of the Possible”). En términos generales, puede decirse que el objetivo de la nueva izquierda no es dar la espalda al actual proceso de globalización económica ni a las leyes del mercado, sino hacer que dicha integración y dichas leyes operen en beneficio de las capas sociales mayoritarias y no, como hasta ahora ha sido el caso, de una minoría de privilegiados.

Más importante aún: la nueva izquierda da muestras de una firme convicción democrática. Atrás han quedado las veleidades a favor de la vía armada o de “dictaduras con respaldo popular” como la del general peruano Velasco Alvarado, quien había derrocado, en nombre de un programa autodenominado “progresista”, al gobierno democráticamente electo de Fernando Belaúnde Terry. Igualmente, a diferencia de la década de los 60 y los 70 del siglo pasado, hoy no se encuentra un solo gobernante de izquierda latinoamericano que, después de alcanzar el poder, proclame descaradamente “¿Elecciones, para qué?”, frase ésta que, muy legítimamente, suscitó resquemor y aprensión en muchos de quienes, como mi abuelo Viriato Fiallo y tantos otros opositores a Trujillo, habían luchado contra dictaduras de derecha y juzgaban su deber el poner en guardia a sus conciudadanos sobre el riesgo de ver gobiernos supuestamente “progresistas” transformarse en dictaduras de un nuevo tipo tan pronto como las circunstancias se lo permitiesen (consagraré a este tema un artículo ulterior).

Con el éxito de la lucha de Nelson Mandela en África del Sur, de Lech Walesa en Polonia y de la resistencia chilena contra Augusto Pinochet, quedó patente que no es tratando de cambiar el tipo de dictadura, sino jugando a fondo y sin tergiversaciones la carta del pluralismo democrático, como se pueden llevar a cabo reformas sustanciales. Y a este respecto, la nueva izquierda latinoamericana está dando una lección.

¿Acaso significa todo esto que está ganada la partida, que la nueva izquierda sabrá responder a las esperanzas que la han llevado al poder? Complejísima cuestión, que en un próximo artículo nos proponemos analizar.

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