El gran final: aprender de la lección de Pedro

El gran final: aprender de la lección de Pedro

Una de las decisiones más terribles y difíciles de  tomar es el saber retirarse a tiempo.  Renunciar voluntariamente  a lo que ha sido toda una pasión o  ambición personal, una forma o razón de vivir,  es un acto de coraje e inteligencia, que no todo el mundo está dispuesto asumir.  Reconocer que nuestros mejores momentos han pasado, que se nos agotan las fuerzas, que ya no tenemos el brillo ni la brillantez de antes, que debemos vencer el egoísmo y darle paso a los que vienen detrás, pujando desde abajo, con mayores bríos y esperanzas,  inspirados tal vez en un modelo de conducta  digno de imitarse:  alejado de vicios y tentaciones;  porque se quiere “ser como él”,  algo laudatorio si así discurre la vida, sin que el retiro sea una cruel derrota de las circunstancias.       

Viene el caso el anunciado  retiro del inmenso lanzador  de Grandes Ligas Pedro Martínez, nacido en la sección de Manoguayabo, en un hogar humilde y decente, que quiso ser pelotero igual que su hermano Ramón, y que, a pesar de ser menospreciado en sus inicios  por su poca estatura y condiciones físicas,  supo imponerse. Se convirtió en ganador de tres premios Cy Young, y terminó su fructífera carrera con 476 juegos lanzados,  3,154  ponches propinados, efectividad de 2.93, récord de 219 ganados y 100 perdidos, siendo escogido en  ocho ocasiones para el Juego de Estrellas y habiendo conquistado para su equipo,  Medias Rojas de Boston, un Campeonato Mundial haciendo pedazos la azarosa “maldición del Bambino.” Excelente atleta, ciudadano ejemplar, comunitario, Pedro tiene asegurado su nicho en el  Salón de la Fama de Cooperstwon y en el corazón de su pueblo.

La vida, mal que se piense,  no es una ruleta que gira   movida por la caprichosa diosa de la fortuna, dispensando premios y  castigos  al azar. No es una sucesión de hechos casuales, imprevistos, aleatorios, donde la inexorable ley de la naturaleza no cuenta; sino que está  determinada,  condicionada,  por el talento, la  voluntad y disposición de perseguir el  bien o hacer mal las cosas.  En palabras del poeta Amado Nervo, cada quien viene siendo arquitecto de su propio destino: “Cuando planté rosales, coseché siempre rosas.”

Igual en toda profesión, en cualquier oficio o actividad desempeñada por el hombre. Dada su condición humana, su accionar ha de estar dirigido a un sólo fin: darle  sentido a la existencia humana. A exaltar sus valores morales: la integridad, el trabajo honrado, la perseverancia,  la sociabilidad, la sencillez. Porque sólo así seremos recordados con gratitud cuando la  última etapa de esta vida  efímera  concluya.

Hoy cuando, al  parecer,  “es más fácil  ascender a una función pública que descender de ella con dignidad;” cuando la vida pública del funcionario, del juez, del político o del militar, está tan cuestionada, ¿cuántos, al igual que Pedro,  podrán lucir una carrera  honrosa, y luego de su retiro, cuando las luces del poder se hayan apagado, podrán mostrar una faz risueña, un rostro sin sonrojo, ¡Un alma limpia, capaz de contemplar  la cara de un niño  sin una pizca de remordimiento!

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