Ricardo Carty perteneció a lo que pudiéramos llamar la segunda generación de peloteros dominicanos que participaron en las Grandes Ligas. El 1963 fue su año de partida. Fue un gran toletero, un hombre de una permanente sonrisa amplia, carismático, un caballero dentro y fuera del campo de juegos. Vivió siempre orgulloso de su país y de su capacidad para conectar jonrones. Solía decir que había nacido para batear, y la verdad es que tenía facilidad para poner la bola en juego. Este hombre, el petromacorisano de los muchos pares de zapatos, ya no está. Se fue con su sonrisa y su caballerosidad a la vida eterna, con su bondad a cuestas.
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Una faceta extraordinaria en la vida del pelotero Rico Carty tiene que ver con el tiempo cuando le tocó jugar, cuando la discriminación racial era intensa y cruda en los Estados Unidos de Norteamérica. Antes que él, el extraordinario Felipe Rojas Alou y el irrepetible lanzador Juan Marichal rompieron barreras, sufrieron desprecio por el color de su piel y tuvieron que levantar en asta su dignidad de ser humano y de dominicano. La discriminación que sufrieron en tierra norteamericana las dos primeras generaciones de grandes ligas dominicanos es un capítulo de la historia del béisbol criollo que falta por escribir. Ahí estuvo Carty. Con frecuencia tuvo que viajar en la parte trasera de un autobús o de un avión y tuvo, como Felipe en sus días, que almorzar o cenar en un restorán fuera del área donde estaban sus compañeros de equipos que eran blancos.
Su legado, que hoy recordamos, está signado por su carácter, por su personalidad de atleta caballeroso que no permitía laceraciones en su dignidad. Por eso triunfó y fue respetado. Quienes llegaron después a la Gran Carpa y ganaron lauros deben recordar hoy los sacrificios y los desprecios que enfrentaron peloteros como Rico Carty. Él y su generación anterior trillaron el camino para los que vinieron después. Honremos su memoria.