Situado en el escenario de la realidad dominicana, Juan Bosch descubrió un exilio interno: el dominicano estaba extrañado de su propia historia. Y ése exilio interior era aún más que el destierro. Los griegos veían en la alienación una suerte de negación de sí mismo que enredaba al sujeto. Trujillo sobre impuso a la realidad concreta de los dominicanos, el relato de una mitología heroica que él personificaba en sus acciones. De ése modo, todo cuanto existía era su obra, y la realidad misma se confundía, con el telón de fondo de la violencia, en un sueño indescifrable y huyente. Por eso su habla social era un viaje del dominicano hacia sí mismo, una gran aventura espiritual para descubrir ante nuestros propios ojos lo que la concepción absoluta del espacio trujillista nos había escamoteado.
Cuento a cuento, parábola a parábola, explicando cosas muy complejas en un lenguaje de nítidas metáforas; el pueblo que escuchaba aquellas charlas radiales todos los días a la una de la tarde, se encontró expresado y transformado en héroe, orgullosamente trasladado a la condición de protagonista de su propio destino. Estas charlas radiales se convirtieron en un verdadero fenómeno de popularidad, tanto que se podía seguir el hilo de lo narrado caminando por las calles de la ciudad, porque casi todos los radios del país estaban sintonizados al unísono escuchando la charla de Juan Bosch. La audiencia asumía el encanto de un profesor convincente que dibujaba un nuevo mundo, muy alejado de la atmósfera de opresión del trujillismo. Nunca antes, en la historia política dominicana, la palabra había develado tantos universos desconocidos, y ningún político la había convertido en un recurso de enseñanza de la historia objetiva. El trujillismo convirtió la palabra en un instrumento de alienación, y su peligrosidad era ostensible. Pocas veces nos hemos interrogado sobre el significado de aquel lenguaje social que empleó Juan Bosch entonces en sus charlas radiales, pero ahora podemos decir que de la retórica alquímica del trujillismo, al discurso didáctico boschista, había un viaje a la tierra sólida del sentido común, del que emergía la comprensión de los procesos sociales. La idea era ilustrar al país sobre las leyes que rigen la vida en sociedad. Desentrañar los móviles que desencadenan los hechos históricos. Convertir al sujeto común que la concepción de la historia trujillista había arrinconado, en ciudadano pleno.
Ese fue el germen de la democracia formal que hoy vivimos. De la historia que había admitido todos los despojos, el pueblo-paria saltaba a descubrirse un constructor de los acontecimientos. Ese escenario fue la cátedra de libertad más fértil de la historia política dominicana, y mientras el pensamiento conservador acusaba a Juan Bosch de alentar la lucha de clase, él establecía una ruptura furiosa entre el espacio trujillista y la libertad, contando con una nueva visión de la historia que incluía a las masas.
La divina simplicidad de sus charlas radiales fundaron el hallazgo de la otra historia, que el trujillismo dejaba fluir de la pasta divina que le confería al tirano. “Tutumpotes», “hijo de Machepa”, “pequeño-burgueses”, “oligarquía”, “hijo del pueblo”, “Carro pescuezo largo”, “amarrar los perros con longaniza”, etc. Son expresiones que constituían entonces el rostro del pueblo debutando en el escenario de la historia, y se convirtieron rápidamente, en la turbación, en el deleite de hacer surgir de esa masa informe, un protagonista plural de las realizaciones sociales.