Es por eso que a ese lenguaje social que Juan Bosch trajo al país hace ya más de cincuenta años, se le acusó de ser portador de la lucha de clases. Porque jamás la historia política dominicana había empleado la lengua con tanta fuerza creativa, y porque fue ese lenguaje social el que transformó al pueblo dominicano de humanidad espectadora a hacedora de la historia. Y porque en ello estaba implícita una ética, que desgraciadamente se ha olvidado.
Tan pronto llegó en el año 1961, Juan Bosch se sitúo ante una historia que le era propia y ajena. Sus años de exilio lo habían alejado de la comprensión de la especificidad del dominicano. Lo perturbó, sin ninguna duda, la engreída manera de no ser que el trujillismo había esculpido como seña de identidad. Se empinó sobre la ausencia de nuestras miradas, la reticencia de nuestro silencio, el miedo esparcido y, sobre todo, la polarización entre la vida y la palabra. La historia verdadera del dominicano era una omisión. En el libro de Octavio Paz “El laberinto de la soledad” se habla abundantemente sobre el ser que él denomina “el ninguno”. Y atribuyéndoselo como signo al mexicano, dice algo lapidario y brutal: “(…)Sobre México impera el silencio anterior a la historia”.
Exactamente lo que ocurría en la sociedad dominicana bajo el trujillismo. Trujillo se había encaramado sobre la deshistoricización. Había cancelado la historia anterior a él, y eran sus actos, su macro-ego actuante lo que explicaba tanto la historia en movimiento como la realidad. En puridad de sentido había convertido al sujeto plural dominicano en el “ninguno” de que habla Octavio Paz. Y ese espacio de asombro que contenía un “silencio anterior a la historia” era nuestro hábitat. Las charlas de Juan Bosch, su recurrencia a refranes y expresiones populares, la semántica de clase diferenciadoras de las posiciones que ocupaban los sujetos frente al aparato productivo y a la posesión de la riqueza, el empleo de la cultura popular y el empleo fraseológico del saber popular; terminaron por convertir a Juan Bosch en un personaje peligroso, subversivo, que incitaba a las masas al combate clasista, y a la conquista de un espacio social, e introductor de un costado fundamental del pensamiento filosófico marxista: la lucha de clases. Entonces no podíamos advertirlo, pero en la coyuntura del año 1961, la subversión que Juan Bosch encarnaba residía en esa capacidad expositiva que reinstala en el escenario de la historia a un dominicano escindido y exiliado por la fuerza de su propio yo. Nada tenía que ver lo que percibió su agudeza con el marxismo.
Eso fue lo que arrojó a Juan Bosch a escudriñar de manera particular la estratificación social dominicana. Sin esa pedagogía social de sus charlas radiales no hubiera sentido la urgencia de indagar más a fondo sobre la especificidad de la estratificación social dominicana. Particularmente su libro “Composición social dominicana”, de alguna manera, es la culminación de este esfuerzo didáctico por comprender una realidad que necesitaba ser explicada para poder fundar en ella la plena acción política. Juan Bosch no solo decía “tutumpotes”, “carros pescuezos largos”, “oligarquía”, “hijos de machepa”, sino que deslindaba la carga de exclusión social históricamente contenida en cada uno de esos términos. Y no solo eso, sino que situaba en medio de esa exclusión, y ese exilio de la realidad, quien era, en última instancia, el verdadero protagonista de la historia. Era la forma, quizás la única comprensible para la época, de sacar de la invisibilidad y hacer reingresar el papel de las masas en el escenario de los acontecimientos; porque, como hemos dicho, Trujillo había expulsado a todo el mundo de la historia nacional.