Del Haití que yo quiero como vecino he hablado muchas veces. He dicho que quiero un Haití con un pueblo progresista, capaz de sufragar su bienestar y crecer sin frustraciones. De ello hablé con insistencia desde poco después que «los países amigos de Haití» establecieron la meta de un Haití democrático con Jean Bertrand Aristide a la cabeza.
Eran los días meridianos del decenio de 1990, y Aristide era el sueño de mandatarios de algunas de las grandes potencias.
Pero esos mandatarios desconocían la surrapa de Aristide. Los dominicanos también la desconocíamos, pero habíamos levantado su ropaje de oveja y advertido pezuñas amenazadoras. Hasta nosotros llegaba el grito de sus adversarios perseguidos, y de los familiares de aquellos que habían sido asesinados bajo el suplicio del collar. Además, llegaban las presiones de
organismos multilaterales basadas en acusaciones insidiosas del régimen de Aristide. Y por supuesto, el asedio emocional contra la embajada dominicana en Puerto Príncipe, lo cual determinó el sigiloso retiro del embajador de aquella hora, José del Carmen Acosta.
Teníamos además, el conocimiento de más de un siglo de atenta mirada hacia el oeste, cierto que basados en prejuicios y paranoias, aunque también en realidades. Era imposible que se nos hablase del restablecimiento de una democracia que jamás existió. Y proclamábamos la necesidad de su establecimiento, con un programa de responsabilidades internacionales ancladas en el espíritu de la justicia social internacional. Esta obra, sin embargo, era muy complicada para los modernos padres de la democracia en serie.
Diez años después, volvemos al principio. La rueda dio la vuelta sin que sus álabes asentasen la democracia y sin que un primoroso futuro se desdibujara en los rostros de los haitianos. Los patrocinadores de la reinstauración de la democracia en Haití no han perdido nada en el experimento. El pueblo haitiano, en cambio, vió hundirse sus esperanzas en abisales profundidades, por lo que requerirá redoblados esfuerzos para su rescate.
Pero esta es su oportunidad.
Dwight David Eisenhower recuerda en «Mis años en la Casa Blanca» la carta de un amigo que lo instó a estrechar las diferencias económicas entre los diversos estamentos de su sociedad. Lo he citado muchas veces, puesto que se aviene su pensamiento a la obra que hemos de patrocinar los dominicanos respecto de Haití. Cuando populosos sectores viven en la estrechez y la desesperación, le decía el amigo, los grandes propietarios no pueden vivir tranquilos. La miseria de los desajustados sociales incrementará su envidia, incentivará sus ansias de poseer lo que no tienen y eventualmente la necesidad los lanzará sobre aquellos que poseen riquezas.
Los dominicanos debemos pensar de idéntica manera para con los haitianos.
Hemos de desearles el bien, quien sabe si por generosidad o por egoísmo. Hemos de tocar puertas que no se abren para nosotros, de modo que surtan a ese pueblo hambriento. Pero lo propio, como en la anécdota del ex mandatario estadounidense, será inexpugnable en la medida en que Haití tenga con qué vivir decentemente. Por eso hemos de reconducir la política exterior, aún en medio de nuestro proceso electoral, en favor del pueblo haitiano.
Lo primero es que aquellos sueños de establecer una democracia en el vecino territorio deben tener padrinazgo. ¿Acaso no tiene esa tutela un recóndito Irak, tan lejano en costumbres y tradiciones a los pueblos occidentales?
¿Acaso no se encuentra Haití, con todo su retraso cultural, económico y político, más cerca de la vida de occidente?
A los haitianos tenemos que ayudarlos a crear las condiciones para que el bienestar no parta del crecimiento económico, sino de la promoción de la mayoría de sus gentes. Por supuesto, este crecimiento económico es indispensable a un Haití diferente de este vecino nuestro de doscientos años de involución. Sin embargo, ese crecimiento se concentrará como ha sido hasta hoy, en un ínfimo porcentaje de su población, si no cambiamos las maneras de ser de ese pueblo.
La educación es vital. Una educación para todos, que lleve formación y conocimientos a las grandes mayorías, modificando conductas y criterios, es la primera responsabilidad de «los amigos de Haití». Como parte de esta obra, es importante que conduzcamos al haitiano a adoptar prácticas de higiene y salubridad que mejoren la existencia de individuos y pueblos.
La regeneración de sus suelos, la repoblación forestal de sus tierras, el rescate de aguas corrientinas perdidas es tarea costosa pero aconsejable.
Nosotros somos víctimas de la obra predadora de propios escondidos bajo ropaje vecino, y de haitianos que sirven de excusa a los primeros. Pero bosques vírgenes, escasos, y aguas superficiales que se agostan, tenemos que preservarlas y rescatarlas ayudándolos a ellos a reconquistar su naturaleza.
Santo Domingo del este no tiene recursos para solventar esa ingente tarea.
De ahí que ahora que Aristide se ha ido, hemos de convencer a los «amigos de Haití», y a los organismos multilaterales, que se interesen por esta otra forma de fundar la democracia en Haití. Si lo hicieren, no tendrán que pedir dentro de un decenio a otro mandatario haitiano, que abandone Puerto Príncipe para evitar mayor derramamiento de sangre.
Y así nosotros cumpliremos el sueño de tener como vecinos un Haití diferente, el Haití de nuestros amores.