El hambre como drama nacional

El hambre como drama nacional

FERNANDO I. FERRÁN
Nunca es más dramática la miseria de la vida nacional que cuando la pobreza extrema y el hambre se aúnan en un mismo cuerpo humano. Y molesta tener que decirlo pero, en el  claroscuro mundo dominicano en el que tanto se habla en vano de combatir la pobreza extrema que padece el 33% de la población (3,057,121 personas), el hambre tiene un sitial aparte inexpugnable.

El término «hambre» no se refiere sólo al hecho físico de no alimentarse sino, además, a la situación de estar desnutrido o experimentar una insuficiencia aguda y permanente de alimentos cuyos contenidos nutricionales no satisfacen las necesidades energéticas mínimas que requiere una persona para desempeñar sus funciones vitales. De acuerdo a la FAO, esas necesidades energéticas mínimas son de 1,900 kilocalorías por persona al día.

El estado de desnutrición es la manifestación más grave del hambre y asume dos formas en menores de 5 años: aguda (bajo peso para la talla) y crónica (baja talla para la edad), siendo esta última de carácter irreversible. Los efectos de la malnutrición a una edad temprana pueden alterar el desarrollo fisiológico de la masa cerebral, el coeficiente intelectual, el desempeño escolar y el laboral.

De acuerdo a estimaciones realizadas por la FAO, el porcentaje de la población dominicana por debajo del nivel de consumo de energía alimentaria no ha disminuido significativamente a pesar del crecimiento económico que experimentó el país en la década pasada: 27% para el período 1990-1992, 26% entre 1995-1997 y 25% para 1999-2001. De mantenerse esa tendencia, en el período 2014-2016 habremos reducido el porcentaje de personas subnutridas a tan sólo un 21.7%, valor éste que dobla el 10% de desnutridos de América Latina y el Caribe en el año 2002 y que es muy superior a la meta mínima propuesta por los Objetivos de Desarrollo del Milenio a nivel internacional que es de 13.5% para el año 2015. Con razón, las Naciones Unidas ha colocado a República Dominicana en el grupo de 28 países identificados como de «alta prioridad» en términos de alimentación.

Si seguridad alimentaria significa que todas las personas, en todo momento, tienen acceso físico, social y económico a alimentos suficientes, seguros y nutritivos de acuerdo con sus necesidades dietéticas y preferencias de alimentos, para una vida activa y saludable, entonces, es evidente que debemos hacerle frente de una vez y por todas al problema alimentario en el país. Tanto por razones humanitarias, como porque ninguna sociedad puede desarrollarse sin la debida solidaridad que supera la inequitativa distribución de la riqueza manifiesta, entre otros aspectos, en la inseguridad alimentaria que afecta a uno de cada cuatro de sus miembros.

Para saber dónde radica el problema alimentario dominicano y dónde están quienes lo padecen, el mapa del hambre elaborado en 2003 con ayuda del Programa Mundial de Alimentos (PMA) y el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) es la mejor ayuda disponible, pues tiene el mérito de analizar, pero sin confundir entre sí, pobreza extrema y hambre. Su análisis y cartografía de riesgos y vulnerabilidad en el país está llamado a convertirse en herramienta indispensable para la formulación de políticas y toma de decisiones.

Otra herramienta promisoria sería la celebración en el país del tercer Foro Regional sobre el Hambre (PMA/CEPAL), cuyo propósito es hacer consciente a los gobiernos caribeños sobre la necesidad de colocar ese drama  en el primer plano de sus respectivas agendas políticas.

Dada la urgencia de contar con una visión más clara del problema de la seguridad alimentaria, además de la necesidad de enfrentar esa oculta realidad demográfica que atenta contra la sostenibilidad de la Isla de la Hispaniola, con sus más de 16 millones de habitantes, la eventual celebración de ese encuentro en territorio nacional está llamada a promover que el combate al hambre pase a ser política de Estado, más que oportunidad circunstancial y pasajera de gobierno alguno. Por añadidura, también ayudará a comprender porqué las estrategias de desarrollo basadas en el crecimiento económico y el incremento de la riqueza no necesariamente conllevan una reducción significativa de la desigualdad social y mucho menos del hambre.

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