Hasta aquí el desarrollo de la humanidad ha sido la historia de la estupidez. Las versiones difieren según los intérpretes y los cronistas, según el punto de mira de quien narre.
Existe, desde luego, la llamada objetividad, el registro cuidadoso de observadores que han tratado de situarse a una distancia emocional prudente, a fin de no distorsionar los acontecimientos. Pero es imposible garantizar que los vencedores, los que han impuesto sus ejércitos y sus culturas, no nos hayan contado la historia desde la única perspectiva posible: la suya.
Por lo cual, es impensable que nadie, especialmente si forma parte de los perdedores, pueda decir, o siquiera hipotetizar, que el rumbo que fue tomando la lucha entre civilizaciones ha sido fracaso, total o parcial. Aunque es justo decirlo, ha habido siempre quienes han advertido que por el rumbo que vamos, la especie humana está condenada a la autodestrucción.
Peor es el caso de los que careciendo de siquiera una metáfora, una fábula o un simple mito sobre el origen y destino de la humanidad, tan solo han construido utopías de las cuales estamos cada día más lejos. Triunfantes y arrogantes, ni siquiera aceptaron la posibilidad de ir por el camino equivocado. Héroes y gobernantes a la vez, lo más natural fue creerse dioses. Ahí estaban –pensaban- los millares de cadáveres del ejército enemigo para atestiguar “su divinidad y grandeza”. No en vano, la historia de la humanidad es un cementerio de civilizaciones.
Por momentos, algunos pueblos tuvieron la idea y, presumiblemente, también “La Revelación”, la de que la vida sobre la tierra tendría un propósito ulterior, o al menos, como propondría algún pensador audaz, que el ser humano tenía dentro de sí el potencial o el germen de la grandeza. Pero ni siquiera a eso les hemos puesto atención.
Actualmente, bastaría, al parecer, con triunfar en el mercado, con hacerse rico o famoso, tener estatus u otra forma de influencia y poder. Y desentenderse de los que se van quedando atrás, en los guetos y los zafacones de procesos socioeconómicos.
Por otro lado, la ciencia y la tecnología se convirtieron de prisa en la nueva juguetería, en el mayor embullo de los tiempos, sin dejar espacio para ninguna otra cosa que no sea un mercado diverso para la gula y la vanidad.
Como quiera que se le mire, el hombre ha llegado a convertirse en un mequetrefe, un pariguayo de la historia.
Incapaz de siquiera pensar en un destino común razonable y decente para la especie. No la futura, sino siquiera sobre la presente, de la cual tenemos una pésima cuenta que darnos, y, ay de nosotros cuando, como se sabe con plena y perfecta seguridad, alguien nos pidiere cuenta cierta vez.
La humanidad no es, en modo alguno un proyecto del propio hombre, mucho menos del azar o las fuerzas ciegas de la naturaleza, sus formas y mutaciones.
Hay, sin embargo, aún alguna posibilidad de procurar un camino. Hace 2019 años Dios nos mandó una oferta que todavía podemos aprovechar: Jesucristo.