El honor en tiempos de diarrea

El honor en tiempos de diarrea

En mis años juveniles el tema del honor podía ser asunto de vida o muerte. Si alguien recibía una ofensa estaba en la obligación de desquitarse, o de fajarse ipso facto, porque hasta citarse a un duelo podía parecer una evasiva al necesario enfrentamiento. Pero luego, los que peleaban quedaban amigos o se guardarían respeto. No era usual que alguien abusara de otro más débil, so pena de que terceros ejecutaran justicia y el rumor público lo estigmatizara como ¡abusador!

Esos códigos de honor, cortesía y civismo suelen hoy resultar conflictivos moral y psicológicamente. Especialmente a los que tomamos en serio el lema Calasanzio de “Caballeros del deber y el honor”. Por su parte, el mundo prometía ser un ente ordenado y en evolución hacia lo mejor. Nunca hubiéramos esperado que, por ejemplo, una dama conduciendo una jepeta se le echara encima a peatones y pequeños automóviles; o que una parvada de jovenzuelos revolotearía o y parlotearía encima de personas mayores, irrespetando su espacio y su reposo como si no existiesen.

A nadie se le habría, entonces, ocurrido  que un vecino abriría un restaurant u otro tipo de negocio y bloquearía el tráfico obligando al peatón a tirarse a la calle. O que escuche bachatas y ritmos infernales en su casa, amplificados a altos decibeles y horas. Menos se nos ocurrió que sicarios de  radio y TV las emprenderían, desaforada y obscenamente, contra gente honesta, como parte de consignas políticas.

Se trata de situaciones inestructuradas, en las que se invalidan los esquemas mentales; hechos totalmente impredecibles para los que nadie decente se preparó y ante los cuales uno tan solo atina a callar, y para lo que la ley y las autoridades son inoperantes, y los agresores siguen en total impunidad y hasta son públicamente celebrados y generosamente retribuidos.

Situación aún peor para los ciudadanos a los que se les aumentan los precios, y se les roban y derrochan en sus propias narices los impuestos que pagan, y hasta los usan para comprar el agradecimiento de los propios estafados, como sucede con ciertas canastas navideñas.

Resulta doloroso mantener la cordura y la decencia en medio de esta pandemia de inmundicia. Duele parecer cobarde, timorato, asustadizo o, acaso, lucir culpable por callarse. Saber que no hay manera de desquitarse un ultraje, una afrenta. ¿Cómo mantener la cordura, la gallardía o la simple compostura? Contaba mi padre, que durante una epidemia de colitis que afectó a media población de Santiago, un caballero de sombrero y bastón, de unos 60 y aún con pretensiones viriles, apurado, como apretando esfínteres y haciendo un extraño movimiento de cadera, pasaba por donde unas jovencitas charlaban. Una de ellas, viendo como caminaba el hombre, comentó: “Ese viejito parece pájaro”- Lo cual él escuchó y devolviéndose les dijo: “Perdónenme, señoritas. Yo no soy maricón… Es que me estoy evacuando”.

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