El horror en casa

El horror en casa

Durante la tiranía el estilo Ludovino se encargaba del delito común. De la disidencia se encargaba el jefe. Las cárceles de los 12 años, guardaban la resistencia, al lado del político estaba el delincuente común, pero no había espacio para evaluaciones. En aquel tiempo, el rumor mencionaba el incesto, el maltrato a la pareja, pero la tipificación era difusa. Nadie denunciaba al ciudadano, poderoso o sin prosapia, porque cometiera algunos de esos hechos. El patriota podía ser estuprador, golpeador consuetudinario de su pareja, sin consecuencia. Poco a poco, aquello que parecía cultura se convirtió en infracción. La lucha fue tenaz y extensa, sin embargo, persiste la actitud que impide la sanción y el rechazo condigno. Mejor la negación y la coartada. Es trama de ficción que provoca repulsa, compasión o algún comentario aséptico. No está en la propuesta del más avezado pos moderno. Escapa del manual que enardece. Basta la mención cuando es escándalo en Austria o en La Florida, entonces, el esnobismo conceptual reseña con prisa, porque compromete demasiado. Existen gestores del país mejor, esos redentores con pasado inexistente, que desconocen cualquier situación que implique maltrato y abuso contra niñas, niños y adolescentes. Trasciende el kit rabioso que los hace importantes. Va más allá de la referencia rutinaria del fracaso, de la rebeldía con extorsión y disfrute clandestino de favores. Saben que les salpica. Tiñe demasiado la inmaculada túnica de ocasión. Quizás la culpa acalla las bravuconadas. Hasta ahí llega la rabia, no alcanza la militancia esos linderos. Porque el ardid no sirve. No vale recurrir a las “olas de violencias” o a la marginalidad obligada a delinquir. Algunos tratan de encerrar en el ámbito privado, hechos tipificados por las leyes vigentes. Así evaden. Igual ocurre con la violencia conyugal. Es como si temieran identificar a camaradas y cofrades, a socios ilustres. El abuso sexual en la infancia carece de banderías partidarias y de clases. El maltrato físico, psicológico y sexual, marca generaciones de connacionales. En la casa está el horror, ahí se gesta esa legión de culpables sin culpas. Varones y hembras, vejados por tutores, padres, parientes y sólo les queda el silencio, la deshonra o el desorden de conducta permanente.
Una llamada anónima a la línea vida develó el suplicio de tres niñas de 12, 14 y 16 años. El padre las violaba y la madre consentía el crimen. El día primero de este mes, comenzó el proceso. Los progenitores, sin el menor acto de contrición, cumplirán las medidas de coerción en Najayo y en La Victoria. Este caso es espejo. Recuerda otros. En este momento, centenares de infantes padecen en sus casas. Es la realidad que la omisión no altera y la indiferencia agrava.
En el año 2001, en Israel, mil niños intentaron suicidarse, víctimas de acoso sexual y violencia familiar, las edades: 8 y 12 años. En el país hay cifras que avalan la atrocidad. El Instituto de Sexualidad Humana tiene estadísticas que coinciden con otras investigaciones y el saldo es más que preocupante. El incesto tiene una frecuencia aterradora. Los archivos judiciales registran agresiones contra criaturas que no alcanzan un año de vida. Y calla la madre, también la hermana, la abuela, el tío… La muchachada es hostigada en el entorno familiar, en la sacristía, en la escuela, en la iglesia, y la indolencia gana.
“El abuso sexual es un abuso de poder, es el inicio de una serie de prácticas que primero comienza en la familia y luego es válido en toda la sociedad” dice Zoila Narváez Morillo. Su caso desnudó a muchos que todavía pontifican aquí y allá. La hijastra de Daniel Ortega denunció que el mandamás nicaragüense abusaba de ella. Tenía 11 años y él 34 cuando aquello comenzó. El oprobio fue su premio. Rosario Murillo prefirió sacrificar la hija y preservar poder y marido. Cuando la casa se convierte en centro de torturas, derribar sus puertas es obligatorio. Asunto de interés público.

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