El idioma y la patria en Henríquez Ureña

El idioma y la patria en Henríquez Ureña

Cuando Pedro Henríquez Ureña salió de Santo Domingo, en los albores del siglo XX, iba a estudiar contabilidad en New York. Eso quería su padre. Sin embargo, Pedro salía con el último poema de su madre, un programa: “Mi Pedro”, cito dos estrofas: “Mi Pedro no es soldado; no ambiciona/de César ni Alejandro los laureles;/si a sus sienes aguarda una corona,/la hallará del estudio en los vergeles”. Y sólo para mejor ilustrar mi propósito, la última: “Cuando sacude su infantil cabeza/el pensamiento que le infunde brío,/estalla en bendiciones mi terneza/y digo al porvenir: ¡Te lo confío!”[1]

Poema, comenzado en 1890, y terminado en 1897, funciona como una suerte de programa para Henríquez Ureña, pues entre la contabilidad que le proponía el padre o el humanismo que le auguraba su madre es evidente que se tomó muy en serio esos versos. A saber: su interés por el estudio y por el tan enarbolado progreso de los positivistas dominicanos de entonces, en una sociedad que, como explica el mismo Henríquez Ureña, vivía aún en el siglo XVIII. “Digo siempre a mis amigos”, escribe Henríquez Ureña en “La sociedad matriarcal de las Antillas, “que nací en el siglo XVIII. En efecto, la ciudad antillana en que nací (Santo Domingo) a fines del siglo XIX era todavía una ciudad de tipo colonial, y los únicos progresos modernos que conocía eran en su mayor parte aquellos que ya habían nacido o se habían incubado en el siglo XVIII: el tranvía de rieles, pero de tracción animal, el alumbrado de petróleo, el pararrayos, el telégrafo eléctrico; el vapor mismo, cuyo principio se descubre y cuyas primeras aplicaciones se ensayan desde fines del siglo XVIII, si bien en la navegación hay que esperar a los primeros años del siglo XIX. Sólo había, en la ciudad, una que otra industria pequeña. En el país la única industria de gran desarrollo era la azucarera; el resto de la producción provenía de una lánguida y atrasada agricultura tropical”[2]. ¿Cómo logró Henríquez Ureña convertirse entonces en el brillante intelectual que todos conocemos hoy día con semejante entorno? Él mismo nos proporciona la explicación: “Yo debo a Santo Domingo la sustancia de lo que soy: claro que aquellos eran otros tiempos, tan sorprendentes para quien compara con países extranjeros, que no creo que en Santo Domingo se den cuenta. Para quien compara, digo, y descubre que en países extranjeros se sabrá cuantitativamente más, pero no cualitativamente mejor. Pero todavía se puede hacer mucho”[3].

Al salir de La Habana en los primeros días de enero de 1906, una semana después de la publicación de su primer libro, Ensayos críticos, el resultado de las tertulias literarias en casa de Leonor Feltz en Santo Domingo. En Ensayos críticos se incluyen sus lecturas dominicanas así como estudios sobre la poética de José Joaquín Pérez y la labor del educador Eugenio María de Hostos, suertes de homenajes a un poeta apreciado por su madre y al guía intelectual de su padre. Otros trabajos revelan también la influencia de sus tres años en New York. Ensayos críticos marca el fin de la influencia familiar en Pedro Henríquez Ureña. A partir de ese momento se consideraba apto para volar con sus propias alas, aunque toda su vida estuviera estrechamente ligada al mundo que sus padres le habían esbozado durante su infancia en Santo Domingo e indirectamente durante su adolescencia en New York y La Habana.

En sus recuerdos de infancia Max, su hermano, dice explícitamente que toda la formación intelectual de Pedro está estrechamente relacionada con el universo familiar e intelectual de la República Dominicana en donde vivió hasta los 17 años. En “Hermano y maestro”, Max detalla las circunstancias que contribuyeron a que Pedro Henríquez Ureña se convirtiera en uno de los más grandes filólogos y críticos hispanoamericanos de su época. Para Max, la formación intelectual de su hermano Pedro estaba ya terminada cuando salió de Santo Domingo en enero de 1901.

Convencido de que en su país se sabía cualitativamente mejor que en países extranjeros, Henríquez Ureña trataba de decir que sólo le faltaba consolidar los conocimientos adquiridos en el entorno familiar. La estancia en New York primero, y en La Habana después, seguida de su instalación en Vera Cruz y, poco después, en México, le abrirían el horizonte al intelectual en cierne. Los años difíciles de la Revolución mexicana le forzarían a radicarse casi de manera definitiva en Buenos Aires en donde alcanzaría el apogeo de su brillante carrera intelectual. Labor que se desarrollará en la academia y la vida cultural argentinas. Colabora en la famosa revista Sur, fundada por Victoria Ocampo y participa en la fundación de la editorial Losada. Su recorrido por América, de Norte a Sur, le convierte en un observador privilegiado.

Tenía, por su madre, poeta reconocida en República Dominicana, el amor por la lengua española, en particular por la que se habla en América como lo muestran ensayos y monografías publicados desde 1921: “Observaciones del español de América” (1921), “El supuesto andalucismo de América” (1925), El libro del idioma (1927), “El lenguaje” (1930), “El español en México Estados Unidos y América Central (1936), Gramática Castellana (en colaboración con Amado Alonso, 1938 y 1939) y evidentemente, no podía faltar, El Español en Santo Domingo (1940).

Este interés por el español se manifiesta en su Gramática Castellana (en colaboración con Amado Alonso), que se apoya en la Gramática de la lengua castellana destinada al uso de los americanos (1847-1860) del filólogo venezolano-chileno, Andrés Bello, es una evidente picada de ojo a su marcada posición americanista y a su valoración del español del Nuevo Mundo. Como todo aquel que se adentra en las reglas del idioma y, en particular, del español, que posee tanta variedad de acentos, de términos, de expresiones, y como si no fuera suficiente, con influencias de numerosas lenguas que aún persisten en la América continental, Pedro Henríquez Ureña elaboró como tesis para la licenciatura en letras en la Universidad de Minnesota un sabio y erudito estudio de versificación española que fue publicado en Madrid en 1920 con prólogo de Ramón Menéndez y Pidal y en 1933 con un título más acorde: La poesía castellana de versos fluctuantes.

“Pedro Henríquez Ureña”, dice don Ramón Menéndez y Pidal en el prólogo, “Ha organizado por primera vez una vasta materia que comprende desde los orígenes medievales hasta la lírica de las zarzuelas y del género chico y hasta la revolución contemporánea iniciada por Rubén Darío.”[4].

Esa revolución contemporánea del español, a la que hace referencia Menéndez y Pidal, proviene simplemente de Rubén Darío, un poeta de la América hispánica. El interés de Henríquez Ureña por la métrica castellana forma parte de su proyecto en tanto filólogo e hispanoamericano, para tratar de demostrar a través de sus trabajos sobre el español de América que la lengua es ritmo y, como la poesía, también se mide y que así como existe el verso fluctuante en la poesía castellana, existen también acentos diferentes (fluctuantes, según sus propios términos), en los países americanos y explica así la diversidad de nuestra: “Para el hombre superficial, los asuntos de lenguaje son muy fáciles: tiene él su idioma, y este idioma se habla ‘bien’ o se habla ‘mal’; las gentes de ‘buena posición’, real o simulada, hablan “bien”; las demás, en particular los obreros y los criados, hablan ‘mal’, y aun hay quienes ‘corrompen’ el idioma con jergas, a las que desgraciadamente se aficionan los muchachos. En la región vecina no se habla muy bien: ‘se canta’ o bien se pronuncia ‘con dureza’; además, se usan términos distintos: la flor que aquí recibe este nombre allá recibe aquel otro… Si el idioma existe en varias naciones, es frecuente que las diferencias en el modo de usarlo se consideren ‘desagradables’, aunque a veces (si a tanto se llega) se admita que teóricamente son correctas. En ocasiones, se sabe que en otra región del país se usa una especie de ‘habla inferior’, parecida al idioma propio o enteramente diversa de él: a esa se le llama, con desdén, dialecto. Hay, por fin, idiomas extranjeros…”[5].

Es evidente que Pedro Henríquez Ureña conocía los nuevos aportes de Ferdinand de Saussure a la lingüística a juzgar por lo que precede. Es gracias a esa actualidad que muchos de sus trabajos en este dominio no han envejecido y conservan actualidad.
Años después de la publicación de La versificación irregular en la poesía castellana, se publicó en argentina, en 1925, su conferencia La utopía de América . Es con esta conferencia que comienza a tomar forma su proyecto “lengua y patria”. Esta conferencia plantea, de manera implícita aquello de que la patria es la lengua y que el simple hecho de que casi toda América, desde México hasta Tierra de Fuego, tenía el privilegio de hablar, incluidas las diferentes tonadas, el mismo idioma. Basándose en el español como lengua común, a pesar de las variantes, propone que la utopía de América debía ser la de convertirse en una magna patria: “La unidad de su historia, la unidad de propósitos en la vida política y en la intelectual, hacen de nuestra América una entidad, una “magna patria”, una agrupación de pueblos destinados a unirse cada día más y más. Si conserváramos aquella infantil audacia con que nuestros antepasados llamaban Atenas a cualquier ciudad de América, no vacilaría yo en compararnos con los pueblos, políticamente disgregados pero espiritualmente unidos, de la Grecia clásica y la Italia del Renacimiento. Pero sí me atreveré a compararnos con ellos para que aprendamos, de su ejemplo, que la desunión es el desastre”[6].

La obra de Pedro Henríquez Ureña obedecía a un plan, a un proyecto. Un proyecto que tiene su origen en su hogar. En la casa materna nació su amor por la poesía así como su respecto y admiración por la lengua española que fueron siempre el eje y el motor durante toda su vida intelectual.
Madrid, 21 de octubre de 2015

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