Años atrás, llegué a saludar a una prima muy querida en Nueva York. Le pregunté por su familia, todos estaban bien, pero estaba muy apenada “por esa muerte de ese joven en un accidente”. Pensé que se trataba de algún pariente nuestro, pero me explicó que era el hijo de uno de los Kennedy. Yo, viéndola así entristecida, le pregunté, casi a modo de reproche, que si a ella la unía algún vínculo con esa gente. Ella me dijo: “Es que la radio y la televisión tienen días hablando y no paran de hablar de eso”.
Ciertamente, hemos llegado a ser también, en alguna medida, víctimas de esas tragedias. En buena parte debido a que a través de los medios masivos, nos han hecho copartícipes de la suerte, la muerte y las peripecias de personas que nunca conocimos ni conoceremos: aunque, contrastantemente, tenemos “la cachaza” de convivir con la miseria de nuestros compatriotas y vecinos, sin ni siquiera mirarlos con empatía.
Con todo, valdría la pena estudiar en qué medida la exposición frecuente a los medios de comunicación está asociada a tipos y niveles de perturbaciones mentales, ya como causa o ya como efecto. Me gustaría formar parte de ese estudio, especialmente si tratamos de determinar las vinculaciones de estos dos primeros fenómenos, con las condiciones de vida, la estructura familiar y factores psicosociales posiblemente asociados.
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Podría ser también el caso de la persistencia en nuestros días del desarraigo familiar y el alejamiento de la vida comunitaria. Junto a la propensión a llenar vacíos existenciales con el consumo de bienes y la exposición a los medios de comunicación, hoy día, de un modo especial, al uso de las redes como medio de consumo de “novedades, trágicas o sensacionalistas”.
Es probable que un alto índice de exposición a los medios noticiosos esté correlacionado con determinadas perturbaciones emocionales. Y estas, a su vez, con situaciones familiares y determinados contextos socio culturales.
El estudio en cuestión, deberá también incluir la presencia de los vínculos familiares originarios o ancestrales de los individuos, así como sus conductas religiosas.
Un estudio reciente de Gallup en unos 140 países, mostró que los más altos índices de “felicidad”, o más correctamente, de expresar felicidad ante determinadas preguntas, correspondió a países con altos niveles de vida y altos índices de pertenencia a determinados grupos religiosos. Aunque, ciertamente, un estudio a fondo no deberá jamás confundir la variable pertenencia a un grupo religioso, con la de religiosidad, especialmente cuando religiosidad puede ser meramente comportamiento rutinario de asistencia y oración en cultos comunitarios. Cosas muy distintas a la búsqueda o vinculación espiritual de manera personal y directa, o a través de movimientos no tradicionales. Esto es, diferenciando lo que podríamos llamar “ritualismo”, como lo hizo el sociólogo Robert Merton, o algo muy distinto, como lo que se puede denominar desarrollo espiritual, cuyas doctrinas y prácticas son muy distintas al ritualismo religioso.
Creo que los psiquiatras u otros especialistas, como también toda la sociedad se beneficiaría de un tipo de estudios como este.