El infierno tan temido

El infierno tan temido

JOSÉ MANUEL GUZMÁN IBARRA
Un soneto en endecasílabos muy famoso aunque anónimo, del siglo XVI, que lleva por nombre Al cristo Crucificado, habla de una fe a toda prueba. No me mueve mi Dios para quererte, dice haciendo en su primer verso toda una teología, alejada, por cierto, del dogma oficial de la Iglesia Católica que a la sazón buscaba atemorizar las almas antes que salvarlas y ni hablemos de entenderlas.

No es el cielo prometido, ni el infierno tan temido lo que mueve al poeta a amar a cristo crucificado. Buena y sencilla lección para todos los hombres y mujeres de bien. Otras cosas, la injusticia cometida contra su cuerpo, y el amor inmenso que de su corazón salía, eran la motivación de esa fe.

Millones de seres humanos han confiado en las virtudes de una institución milenaria, bien organizada y bastante coherente en la estructura lógica que la sostiene. Los aportes a la espiritualidad de cientos de millones a lo largo de la existencia de la Iglesia son innegables; pero los errores de sus líderes, obispos, sacerdotes y hasta la demostrada falibilidad de más de un Papa son también cosa sabida. Muchas almas puede haber salvado la Iglesia Católica, pero una que otra ha ayudado a perder también. Sólo Dios es bueno, es decir perfectible, así que todo lo demás, humano cómo es, incluso las iglesias, puede llegar a ser humano demasiado humano.

Una práctica, la pedofilia y otras aberraciones, ha sido propia de muchos con poder a lo largo de siglos. No es, y bien lo dice el Cardenal Nicolás de Jesús López Rodríguez, práctica especial de los sacerdotes u obispos católicos. Antes bien podríamos encontrar mayor cantidad de depravados en otros oficios, como los médicos, los abogados, los jueces, los reyes, los primeros ministros, los presidentes, los profesores, los artistas, los escritores…y penosamente, un larguísimo etcétera. En eso el Cardenal tiene razón, no es sólo en la iglesia. Parece exagerado, sin embargo, afirmar que la pedofilia es un hecho generalizado.

Va siendo hora que alguien le recuerde a su eminencia que cuando ocurre un escándalo de este tipo es de bien nacidos reprobarlo, y que se sepa ni el colegio de abogados, ni el de médicos, ni las asociaciones de tal o cual actividad, ha sido acusada como oficio o gremio cuando uno de sus miembros ha cometido ese pecado enorme (¿estamos claros en que es un pecado?) de acosar, violar, sodomizar maltratar, seducir o abusar a cualquier ser humano, máxime si este es un niño. No se acusa a los médicos como médicos, o a los profesores como tales, al menos claro, que un gremio decida esconder, proteger, negar o minimizar hechos concretos y reales de tal talante. En el mismo momento en que el silencio y encubrimiento es del grupo, el grupo asume alguna responsabilidad de tales hechos.

En Estados Unidos los casos de encubrimiento de pedofilia a de parte de las autoridades de la Iglesia Católica, fueron, hasta recientemente, cosa penosa que no habría que esperar mil años para la debida disculpa con creyentes y afectados. Por suerte, los tribunales condenaron a los individuos infractores. En América Latina, y nuestro país, la ausencia de escándalos mediáticos no garantiza su inexistencia de esos hechos en el seno de la iglesia. La denuncia ha aflorado en la literatura en múltiples formas, explícitas o metafóricas, que no por materializarse en la ficción la hacen menos real y dramática. La Iglesia Católica, que ciertamente ha servido en su parte divina a la salvación de muchas almas, pecó por años al guardar silencio cómplice frente a los pocos casos que eran denunciados en todo el mundo.

Los tiempos cambian. Hoy día, queda mal cualquier intento de encubrimiento. Perverso sea y condenado por todos el que busque hacer daño a la Iglesia como tal por el error de algunos individuos; pero peor castigo y reprobación debe recibir el que intente quitar la responsabilidad humana al que delinque al atribuir a satanismo la perversa práctica de la pedofilia y los abusos sexuales contra niños. Igualmente, que se defienda la institución milenaria es derecho de todo creyente, pero que se haga en el contexto de unas declaraciones ambiguas y atávicas, que se evite la reflexión necesaria sobre la obligación contra natura del celibato para los sacerdotes y que se busque minimizar un hecho catalogándolo de generalizado, es mínimo, reprobable.

Está demostrado que hasta los que reciben el sacramento del sacerdocio pueden olvidar el infierno tan temido y en ocasiones pecan y delinquen. En esa tesitura, el delito tiene que ser perseguido en su justa dimensión humana, sin medievalismos, sin posposiciones y sin encubrimientos. Si no se le teme al infierno debería temérsele a la ley.

La construcción de la Ciudad de Dios, o de una sociedad justa, pasa para el creyente por el amor, mayor legado cristiano a Occidente, y en la parte laica, por la aplicación de sanciones ejemplares para los infractores. Ya que algunos no tienen temor al infierno, debemos todos, Cardenal y obispo incluidos, no matizar la reprobación de los actos ocurridos en el albergue La Ciudad del Niño San Francisco Javier, y pedir rigor de ley para los que abusaron, sea sacerdote, médico, o jardinero, y ayudar en labor de piedad a los niños abusados.

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