Cuando finalmente atravesé la puerta, vi dos oficiales sentados tras dos escritorios. “¡Su nombre!” me dijo uno de ellos.
Luego puso el rostro contra la larga lista.
“Aquí está”, dijo. “Pase al fondo”.
Uno de los médicos me ordenó quitarme la camisa. Estaba empapada del polvo, del calor y el sudor de la explanada.
Puso el estetoscopio sobre mi pecho y observó, además, las pupilas de los ojos y la boca.
A la salida me recibió un cadete de cuarto añom quien me hizo entrar a un pelotón en formación.
Solo faltaban cinco reclutas para el numero cincuenta.
Era la seis de la tarde.
Yo estaba completamente agotado. De pie y abrazado por el resplandor de ese inaguantable verano, no había ingerido nada.
Me alentaba la hora de la cena.
Azuzados por la arenga del semioficial, a paso doble llegamos a los frentes de la enorme cocina.
Las hileras de reclutas eran interminables.
La confusión flotaba en el aire.
Mi turno llegó a las siete.
Un sargento mayor me entregó unacuchara, un vaso y un plato en aluminio.
La instrucción fue guardarlos hasta el último día de academia.
Nunca imaginé el tipo de menú esa tarde: una enredadera de espaguetis blancos pero sin sal. Y sobre ellos tres guineos hervidos con sus cáscaras.
En el comedor miraba el plato e intenté varias veces ingerir el contenido.
Era imposible. Un fuerte nudo siempre se formaba en la garganta.
Disimuladamente me acerqué a uno de los zafacones. Noté que no fui el único en hacerlo.
Al pasar por la pluma del agua giré el grifo pero nada salió.
“¡A formar!” dijo uno de los oficiales.
Cada recluta buscó su pelotón.
En ese instante yo estaba exhausto y con los labios resecos.