El intento de doña Chea

El intento de doña Chea

SEGUNDO IMBERT BRUGAL
Su vivienda pequeña, pero bien atildada, mostraba su escaso balcón a una de las principales calles del pueblo en la vecindad de la clínica privada más concurrida de la época. El tráfico peatonal era frecuente y de compueblanos de bien. De pie y con modesto vestido blanco hasta media pantorrilla, en ocasiones un cigarro en la boca, doña Chea disfrutaba varias horas al día viendo el ir y venir de los pacientes, la llegada de las emergencias y devolviendo saludos a los transeúntes.

La anciana, a la defensiva siempre, identificaba a los que, conociéndola, la ignoraban. Para este grupo de altaneros tenía guardadas terribles intimidades de sus familias, acumuladas en sus ochenta y tanto años de vida pueblerina.

La anciana había sido una de las cortesanas más bellas y reclamadas de su generación. Sirvió sin desencantos a prominentes, distinguidos y honorables en aquellos, sus años de gloria erótica. Mientras vivió, se ufanó que fue ella, y sólo ella, la única que con sus habilidades lúbricas llevaba al clímax a uno de los grandes señores de la villa, quien la hizo su amante y «la mudó». Lo contaba con desenfado y deleite como la ultima hazaña de la que obtuvo su ajustada seguridad económica. No tenía pelos en la lengua.

Atesoró secretos de varias generaciones, conocidos desde su resentida marginalidad mientras ejercía su oficio. Apuntó en su oscura libreta las más vergonzosas y disimuladas transgresiones de la gente que aparentaba de bien y que solía mirarla «por encima del hombro». Si la vejez le quitó memoria, siempre le dejó intacto su arsenal de injurias. Que nunca fueron mentiras.

Pero ella no iba con las violaciones, los robos, las infidelidades, las bastardías, las peculiaridades sexuales y los pasados penales a la plaza pública, ni a la policía, ni levantaba querella, ni predicaba redención ni arrepentimiento. Doña Chea sabía lo que había sido y lo que era y aparentemente no se arrepentía. Vivió fuera de los valores y su profesión fue transgresora. Pero que no le viniera nadie a negarle el saludo «por eso». En el presente o en el pasado, ésos «que privan en honorables» llevaban en sí o en su sangre el potencial de una condena.

Recordé en estos días la peculiar actitud social de doña Chea, que por cierto me tenía mucho afecto y yo me cuidaba de saludarla siempre, por el ambiente electoral que nos hacen respirar nuestros carceleros: los partidos políticos.

Como la antigua mujer pública, honrada por los años y por don Pepe, de quien tuvo descendencia, los partidos guardan en sus bóvedas las violaciones legales y éticas de sus colegas opositores con la sola pretensión de sacarlas cuando se sienten ofendidos o amenazados. Destapan el baúl de los delitos para espantar; sin pretender reivindicar. Un ritual de campaña que sólo muestra a la ciudadanía la desvergüenza de los negocios públicos, partido va, partido viene.

La arrugada mujer, que miraba aguerrida a quienes la despreciaban, dejó una familia trabajadora y respetable a la que le impartió valores de los que ella tuvo que abjurar por los avatares y miserias de su vida joven, pero que al parecer siempre añoró, a pesar de su descaro. En su descendencia intentó y logró mostrar la nostalgia de una existencia honrosa. Murió tranquila y querida, llevándose consigo su armamento de deshonras.

Quizás si hubiese sido política se abría propuesto moralizar a su país; lo logró con su familia. Estos políticos nuestros, que no intentan nada o lo intentan con desgano, deberían rezar, buscando inspiración, en la tumba de doña Chea.

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