El jardín de la democracia

El jardín de la democracia

El poeta se quejaba amargamente: “Setenta balcones hay en esta casa/ setenta balcones y ninguna flor/ a sus habitantes, Señor, qué les pasa/ han perdido la risa, han perdido el color?” El Congreso Nacional es el jardín de la Democracia. Debemos cuidarlo, para que la Democracia florezca.

El  soberano  contempla estupefacto  la augusta Sala del Congreso. Las manos, electrónicamente, levantadas  aprueban sin objeción. No es la primera vez que pasa. Los medios  de prensa ignoran las extravagancias. Los excesos. Se acostumbraron a ella. Sucedió con la Barrick Gold: sólo 8 diputados dieron su voto de rechazo al  contrato de explotación que pone en grave peligro la contaminación ambiental, envenena  los ríos y despuebla la tierra. Un buen número estuvo ausente; otros,  igualmente irresponsable, se abstuvieron. La mayoría, aplastante, aprobaron. No solo en este gobierno.

Lo que narro, no es insólito, sí preocupante. Mueve a reflexión. Qué está pasando con nuestros legisladores, los representantes del pueblo? Quizás  hayamos  perdido la vergüenza,  la elegancia del buen gusto, o la noción de lo prudente y  del respeto debido a los demás, cosas así, absurdas ocurren sin que nadie se moleste.

Fue lo ocurrido en la sesión ordinaria del Senado de la República la semana pasada cuando se aprobó un nuevo préstamo de mil millones de dólares en plena campaña electoral,  y donde los señores senadores,  apurados por la conquista de nuevos adeptos, la concertación de alianzas, los compromisos electorales, aprobaron a toda prisa, en una sola lectura,   cien contratos de venta de inmuebles del Estado a favor de particulares.

Así de fácil. A pesar de lo grotesco,  los legisladores cumplieron con su deber. El texto constitucional  es claro.  Para  legitimar ciertos  actos del Poder Ejecutivo, actuando   como Jefe del Gobierno en su Art. 128, letra d)  le faculta a celebrar “Celebrar contratos, sometiéndolo a la aprobación del Congreso Nacional, cuando contengan disposiciones relativas a la afectación de las rentas nacionales, la enajenación de bienes del Estado,  al levantamiento de empréstitos o cuando estipulen exenciones de impuestos en general, de acuerdo con la Constitución.” Cada contrato debe  tener un valor  mayor a los “doscientos (200) salarios mínimos del sector público (muy inferior al del sector privado. Por debajo de ese valor,  el Poder Ejecutivo no  tiene obligación de someter al Congreso, para su aprobación,  los contratos que suscriba.

 Uno se pregunta si los señores senadores aprobaron  esos cien contratos luego de estudiar algún informe detallado que diera cuenta del cumplimiento de determinados requisitos mínimos, saber: 1) Quién es el  beneficiario del contrato; 2) Cuál fue el precio de la venta en cada contrato; 3) Qué cantidad de terreno fue vendida; 4) Dónde están localizados esos terrenos; 5) Qué modalidad de pago se previno o fue convenida; 6) Qué tipo de garantía afectan esas ventas o, 7) Simplemente si se cumplieron las formalidades requeridas por la Ley Inmobiliaria para la transferencia y expedición de nuevos títulos de propiedad. O si los legisladores están eximidos del deber de investigar y cuestionar. Cien contratos son muchos contratos. La Constitución ni siquiera consigna el derecho al rechazo, ejercido rara vez como asunto  de conciencia; tarea agotadora. Basta una recomendación  y misión cumplida. Al fin y al  cabo ¿A quién le importa que  el jardín de la democracia florezca? ¿A quién  le preocupa  remover y surcar  la tierra, para sembrar nuevas  y sanas semillas, podar las ramas secas,  para hacer que los balcones desérticos ¡por fin! florezcan.

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