El jefe, significados de ayer y de hoy

El jefe, significados de ayer y de hoy

El asunto viene tangencialmente. En escorzo, en forma oblicua. Hace pocos días, en una ocasional conversación tras el escenario del Teatro Nacional, mi amigo Pepín cayó en referir que su padre repetía, convencido, que lo importante era que el mal no viniese solo. Mi padre –que lo he ido descubriendo más dominicano-español de lo que imaginaba- tal vez por sus antepasados catalanes, solía decir, como mi abuelo: “Bien vengas mal, si vienes solo”, refiriéndose a acontecimientos de la vida diaria.

Lo que viene a cuento es la similitud de nuestros asuntos con las cosas de España, que no es que sean únicas e irrepetibles en el mundo, como no lo son las nuestras, como no lo es nada en las tormentosas y variables realidades humanas.

No puedo evitar enfadarme debidamente –aunque lo disimule, porque no uso el tempestuoso vocabulario de mi padre- cuando alguien se refiere a nuestro país como si se  tratara de un pueblo apartado de las conductas mundiales.

Lo  he escrito muchas veces. Nuestros defectos son los de toda la humanidad, y,    por alguna misteriosa razón de trayectoria histórica, vino a surgir aquí  una detención en la evolución y hoy tenemos, respirando juntas, épocas diversas. Ideas medievales, renacentistas, de la revolución francesa, de la revolución  industrial y de las diversas doctrinas de manejo político.

Poniendo el asunto en un contexto criollo, diríamos que estamos viviendo “un sancocho de siete carnes”. Que nunca se sabe cuáles carnes son, porque en este sabroso condumio, las siete carnes tienen muchas variantes.

No podemos negar que tenemos una natural actitud reverente al “jefe”, sacrosanto personaje nacido de la decisión de alguien con poder superior. “Jefe”, que de lucir oropeles y manejarse con arrogancia –mayor o menor-, pasa a ser un cualquiera,  “un carajo” (por seguir con los términos criollos) cuando lo destituyen de un plumazo y vuelve a formar parte del pueblo llano y necesitado.

Pero esto de ser “Jefe”, o ser llamado jefe, tiene un efecto sobrecogedor.

Fernando Lázaro Carreter, ilustre personaje de las letras, en “El dardo de la palabra” –valiosa compilación de artículos publicados en la prensa- nos cuenta su asombro con el asunto de “jefe”. Dice que se escuchó llamar así, por vez primera en una estación gasolinera en Soria. “¿Cuánto le pongo, jefe?”. Y dice Lázaro Carreter que “Súbitamente, me acaloró un ramalazo de indignación, y sin pensarlo le contesté: ‘Lleno, esclavo”.

Es que uno se ofende e indigna ante tal disposición subordinante, esclavista, indigna.

Hoy nos hiere la presencia atmosférica del Generalísimo Trujillo, que fue un revoltijo de cosas: asesino, ladrón, constructor, ordenador, controlador, quien en sus malignidades horrendas y en sus constructividades en un país caótico, cambió la historia en una Era turbadora, ese Trujillo no puede ser borrado aunque se repudie con náusea, asco y horror su régimen.

Pidamos a Dios que, para progresar, nunca más se requieran horrores tales.

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