El laurel que Corripio y Manuel
Rueda ayudaron a prolongar su existencia

El laurel que Corripio y Manuel<BR>Rueda ayudaron a prolongar su existencia

POR JOSÉ ENRIQUE GARCÍA
Siempre que pasó por la calle Las Mercedes echó un ojo hacia el laurel, y en estos últimos meses al ir con cierta frecuencia a la Casa de las Academias, me he demorado a contemplarlo. Ahora, escribo estas líneas que permanecían latentes siempre que pasaba por allí. Pero el cuento es éste: una tarde antes de llegar al fondo, donde estaba su oficina, tocándonos la puerta del cubículo que ocupábamos Andrés Blanco y yo y nos dice: vengan muchachos, quiero leerles este poema. Eran tiempos del ciclón David, que dejaba sus huellas en el país, como el otrora San Zenón y el venidero Georges.

Antes de la lectura nos explicó, parafraseamos de memoria, más o menos, la anécdota que dio sustento al poema: Pepín me llamó y me dijo que el legendario  árbol de la calle Las Mercedes, ése que estaba ahí desde hace tiempo, que umbral es de la iglesia de Las Mercedes, yacía en el suelo, panza arriba con todas sus raíces al aire, y me dijo que por qué no le escribía un poema , cuyo título podía ser,  me lo dio íntegro, Réquiem para un laurel caído. Y desde luego que acepté la sugerencia. Es un árbol de leyenda, testigo de tantas fiestas, de bodas, bautismos, compañero de la ciudad en sus buenas y malas. Cara o cruz, suerte, me puse de inmediato a escribir y éste es el resultado. Comenzó la lectura, con aquella voz suya donde las palabras adquirían sus plenos colores y su música entrañable.

Y el poema se publicó en Isla Abierta. Y las autoridades, tal vez captaron la señal y la aptitud de estas dos sensibilidades: y el laurel, distinto a tantos otros que terminaron en leñas y carbón, en astilla, en resina, en pajas, en humos, en cenizas –con el permiso de Quevedo, en olvido y en nada- fue resembrado por unos justos obreros que daban vigencia a mandatos superiores. Y ahí está el laurel, enhiesto, verde y majestuoso en su integridad de árbol.

Y había en las dos intenciones, en la de Pepín Corripio y en la de Manuel Rueda, la certeza de que el árbol recobraría vida, que salvaría el estado en que se encontraba, porque el primero dejaba expreso en el título Réquiem para un laurel caído el aliento, la  esperanza, pues no dice muerte, sino caído. Un estado  que  implica delicadeza de salud, mas no definición. Es un réquiem, por la circunstancia, pero a la vez es una señal o himno que convoca a la espera, a la salvación. Y Rueda ratifica esta connotación del título al decir: Muerto y resucitado en mitad del cataclismo. Y ahora, en tiempos en que se suceden estos fenómenos de la naturaleza y que progresan las manos de los hombres en la construcción de la destrucción, propicio es reproducir este poema en su integridad.

Réquiem para un laurel caído Para Pepín Quien me dio la noticia y el título Dos siglos y la cabeza aún verdecida Padre que enviaba su efluvio al transeúnte Cuando al pasar le pedía sus bendiciones.

Árbol guardián del templo y de la Historia Escaño para bautismo y matrimonio Entre nubes de arroz y auspiciosas marchas nupciales.

Maestro de abundancia y de templanza Resguardado siempre entre las piedras ambarinas del pórtico Y el gorjeo de los pájaros Como un patriarca antiguo.

Adónde el elegido con todo un pueblo a cuestas cayendo para que sus hijos no caigan braceando en las coronas de su gloria en el cauce del agua y de los vientos y el clamoreo de las campanas.

Y qué has encontrado al fin sino sosiego ese silencio que ya empieza a nacer de tus raíces que ya habla al inmigrante sobre la soledad de sus recuerdos cuando mecido en la barandilla de la nave ve por primera vez esta tierra de ventiscas y flores chamuscadas.

Y ve tu eternidad tu copioso semblante resplandecer entre oraciones y arrebatadoras nubes de incienso como promesas de otros días.

Cada cosa está firme en el espacio a que viene asignada y bendito el nacimiento y el crecer y el oler  y el sombrear a la hora de la siesta y bendito en las noches de vigilante luna cuando oímos el rezo de las hojas apenas movidas por el viento.

Pero ahora desandas tu camino ahora eres el errante espacio de las maravillas que habrán de revivir en cada puerta impulso de verdores tutelares para ti isleño que hubo de sembrarte un día en la tierra de todos.

Laurel de los dolores y de las promesas espada y dulces labios que confortan centinela de la ciudad amurallada en la piratería de los vientos sálvamos en esas treguas del sueño donde existes ahora bendito y prosternado al pie de los altares.

Y hoy es el treno del paladar hendido y sientes que la miseria se arrebuja bajo los mantos virginales y oyes los pasos del Crucificado que te alientan.

Salve a ti en medio del mar.

Muerto y resucitado en mitad del cataclismo salve ángel amortajado en noches que no vuelven.

Y ahí en la calle de Las Mercedes, en el parquecito de la iglesia, está el laurel que Pepín Corripio y Manuel Rueda impulsaron la prolongación de su existencia.

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