FARID KURY
Juan Bosch debió completar su período de gobierno. Nunca, nunca, debió ser derrocado aquella nefasta madrugada septembrina. Juan Bosch estaba imbuido de las mejores ideas e intenciones para sentar las bases indispensables de la verdadera democracia. Animaba su espíritu el servicio a la nación, no la vanidad ni la gloria personal.
Había llegado desde un largo exilio de 24 años, en los que nunca dejó de luchar contra la dictadura trujillista, y donde se codeó con las mentes lúcidas de las letras y comprometidas con la democracia y la justicia social. No era muy conocido del pueblo. Sólo unos pocos intelectuales lo conocían a él y a sus obras literarias. La dictadura lo había declarado su enemigo. Al llegar aquí se propuso ser el líder de los pobres. Con ellos quería construir la democracia. A diferencia de otros, no se plegó a la oligarquía calificada de tutumpotes. Fueron los hijos de machepa el centro de su atención, y ellos lo apoyaron en las elecciones de diciembre de 1962. Contra vientos y mareas ganó las elecciones y se juramentó como Presidente Constitucional de la República Dominicana. Y lo hizo en una ceremonia sencilla en la escalera del Congreso, no en la augusta sala de la Asamblea Nacional, en la cual tampoco se ciñó sobre su pecho, como había sido la tradición, la banda presidencial. Era diferente de palabras y en los hechos.
En su gobierno la democracia fue una realidad, no una palabra hueca. Esa era su pasión. Respetó, tal vez con exageración, el derecho a la libertad, a la libre expresión y al pleno ejercicio político. Contrario a algunas pretensiones, no se persiguió ni se mató a ningún dominicano por sus ideas. El era democrático y lo era para todos. No podía ser democrático para unos y tiránico para otros. Armado de ideas claras creyó llegada la hora de la democracia en la República Dominicana y a ese supremo objetivo dedicó sus energías. Pero las fuerzas oscuras estaban al acecho. No era eso lo que deseaban. Querían un presidente manejable, de pocos principios éticos, que les permitiera saquear a sus anchas las riquezas del Estado dejadas por los Trujillo. Querían uno firmemente anticomunista, que persiguiera y matara a los llamados comunistas. Querían tolerancia con los privilegios y el enriquecimiento indebido.
Claro, ese presidente no era Juan Bosch. Lo supieron antes de las elecciones y en el gobierno se convencieron de que era imposible desviarlo del camino elegido. Entonces se lanzaron en plena luz a la conspiración cuartelaria que tanto daño había causado en todo el Caribe. Empezaron a aglutinarse desafiantemente y a injuriar al presidente. Propagaron que ese proceder democrático estimulaba las ideas comunistas, cuando en realidad era lo que podía desestimularlas.
Con alevosía maldita aquella madrugada asestaron la puñalada ensangrentada a la incipiente democracia que con paciencia bíblica Juan Bosch trataba de implantar en su querida República Dominicana. Mancharon su honor al derrocar al más honesto de nuestros presidentes y políticos. Lo apresaron. Lo vejaron. Lo humillaron. Lo desconsideraron. Lo mandaron al exilio. Otra vez al exilio. La democracia quedó truncada, interrumpida y de nuevo reinó el terror y la corrupción. Los golpistas se enseñorearon en el poder creyendo que exiliando al profesor su historia terminaba. Estaban equivocados. Apenas empezaba. A partir de entonces empezó a crecer en la conciencia de los dominicanos el ejemplo y el legado de un presidente ejemplar, incorruptible, sensible, honesto y defensor de los oprimidos, un legado que llevó a los dominicanos, apenas un año y siete meses después, a la Revolución de Abril y a enfrentarse al imperio. Un legado que soporta todas las inclemencias de las calumnias rastreras y las tormentas sociales y políticas y que habrá de perdurar por muchos años.