El lujo de enfermarse

El lujo de enfermarse

KARYNA FONT-BERNARD
La mañana estaba fría y en la sala de espera de un hospital de la ciudad de Santo Domingo, estaba sentada Marta con su hijo de tres años en brazos, temblando de fiebre y con una desesperante tos. Lleva más de una hora y aún no sabe si será en la mañana cuando el pediatra de turno revise a Miguelito.

La enfermera de la información le dice que no se preocupe, que el niño lo más seguro tiene uno de esos virus que andan, que ya se le pasará, pero para Marta eso no es consuelo y abraza más fuerte a su hijo, quien de vez en cuando abre sus ojos con desconcierto.

Ella tiene 22 años, trabaja desde hace siete como empleada doméstica, no tiene título de bachiller y no sabe el paradero de su marido y padre de su hijo.

Tiene dos días llegando temprano al hospital y saliendo en la tarde, sin que revisen a Miguelito; hoy espera que por fin se pueda ir con una receta para comprar la medicina que mejore a su hijo, pero la fila es larga y avanza lentamente.

Entre tanto Marta le enjuga las lágrimas al niño,con un pañuelo descolorido y se lamenta de ser pobre. “El pobre no se puede dar el lujo de enfermarse; pero imagínese usted, los niños son angelitos, mire al mío, tan enfermito. Lo peor es que donde trabajo ya me dijeron que no puedo faltar más y si hoy no me atienden al niño, no sé que voy a hacer mañana. No puedo perder mi trabajo, con lo poco que gano mantengo a mis dos hijos; ni siquiera sé cómo voy a comprar el remedio”.

Y el tiempo agitaba su paso y aún a Miguelito no lo atendían. Detrás de su turno, otras madres con sus hijos enfermos y una desesperanzadora fila que no avanza o quizás, es que aún no había llegado el pediatra.

En un país con uno de los más altos índices de automóviles de lujos y con un nivel de tecnología de la comunicación, elevado por encima de la mayoría de las naciones latinoamericanas; en un país donde hay personas que pueden hacer regalos de más de sesenta mil pesos y comprarse ajuares en dólares para vestir tan solo para una noche; en un país donde tenemos lugares turísticos semejantes al paraíso, cinco estrellas y todo incluido y, como si no fuera suficiente, en un país, en donde hay familias que viajan al extranjero a vacacionar, hacia destinos en donde sólo los muy poderosos, famosos y ricos tienen luz verde, es el mismo país en donde Marta pasa días con su hijo enfermo, paseándose por los pasillos interminables de la espera sin respuesta, en un hospital de Santo Domingo.

Marta gana cuatro mil pesos mensuales y su presupuesto abarca alquiler, manutención de sus hijos y eventualidades como la enfermedad de Miguelito, a quien el pediatra le diagnostica bronquitis.

Marta sigue lamentándose de su pobreza, el tratamiento de su hijo le saldrá no menos de 1,500 pesos y eso quiere decir que por dos o tres meses andará muy corta de presupuesto, pero ella insiste en decir: “No hay más nada que hacer, el pobre no puede darse el lujo de enfermarse”.

Si en una nación, el sector de la educación y de la salud mantienen sus niveles bajos, será imposible alcanzar un progreso equitativo a nivel general, será como una silla a la que le faltan dos patas y por siempre, se tambalea para no caer.

No importa si el turismo se eleva o si el Metro avanza, si en un hospital cualquiera de la ciudad de Santo Domingo una persona como Marta afirma con amargura que en este país el pobre no se puede dar el lujo de enfermarse.

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