Ya había pasado tres meses de entrenamiento. La mayor parte de la instrucción se limitó a clases en las aulas y debajo de los árboles.
Todos los días la materia sobre investigación la impartía el primer teniente Pedro Liriano. Era un hombre delgado, de piel rojiza y de un vestir almidonado.
Además tenía la mirada vidriosa, muy propia de una astuta serpiente de desiertos.
Sentado bajo la frondosa jabilla frente al dispensario médico, y al borde del camino que llevaba a la casa de guardia, el maestro policial explicaba los procedimientos del cateo.
Dijo:
-La orden judicial es lo primero con lo que se debe contar.
Era evidente la concentrada atención de todos los reclutas.
A pesar de la sombra se sentía vivo el vapor que producía el resplandeciente sol de verano.
El deseo común que latía en el corazón de todos era llegar a ser como el alto oficial.
-Yo he participado en muchas requisiones- dijo.
Me llamó la atención sus prendas y el esculpido de sus botas negras.
“Cuando usted hace cateo en una casa o propiedad sus sentidos deben estar bien despiertos”, explicó.
“Donde menos usted piensa o cree puede estar escondido algo muy interesante”.
-Anoten-ordenó-: “Pruebas de delitos”.
Del bolsillo trasero del pantalón verde olivo saqué mi libreta.
Después de dictar meticulosamente las oraciones, y de asegurarse de que registráramos cada palabra, el teniente decidió ampliar el concepto con una historia.
Dijo que cuando tenía el rango de sargento mayor le tocó buscar pruebas en la casa de un reconocido hombre de mala ley.
De forma sorpresiva, en un cuarto contiguo a la habitación principal dio con una enroscada cadena en oro macizo.
“¿Y qué creen ustedes que hice?” preguntó sonriente.
-Lograr que nadie me viera-contestó él mismo.