Queda el consuelo de que a nivel local no se percibe una exacerbación del individualismo como comportamiento descrito como «la tendencia sociológica que otorga primacía al individuo respecto de la colectividad».
A ver si nos hacemos entender: el juntarse estrechamente para tragos vis a vis, pero de muchas narices y bocas a la vez sin higiénicos cubrimientos de por medio, da a entender que el impulso hacia los comportamientos gregarios que se atribuye a los humanos como seres que llegan a odiar la soledad, es entre dominicanos superior a algunos promedios de otras naciones.
Eximirse de los compadreos y veladas que ponen a la gente casi mejilla con mejilla, sería pedir demasiado en ciertos ambientes de tierra adentro.
Así como el trabajo fue descrito en el cancionero de merengues como «castigo divino», apropiado para el buey más que nada, el distanciarse de los gentíos que se forman en locales comerciales y abstenerse de reuniones familiares que podrían incluir a tres generaciones y unos cuantos compañeros de trabajo y vecinos, es algo que en muchas psiquis criollas se prefiere reservar a individuos de la talla del viejo pescador al que en una novela Ernest Hemingway describe como echado a la mar, lejos de quienes pudieron haberlo ayudado a capturar un gran pez. Tampoco se hubiera contagiado de la Covid-19.
Ir de trulla en trulla, asistiendo a bodas, bautizos, despedidas de soltero y aguinaldos, tratando de resultar invisible a las autoridades, es pasión irrefrenable a distintos niveles, facilitada por una movilidad de tránsito de adquisición masiva llamada motocicleta.
Es la única locomoción que fomenta comportamientos unipersonales en lo que se va o viene de los jolgorios que puede ser tan mortal como el peor de los virus. Son tantos los usuarios, y tantos los accidentes que sufren por imprudentes, que no se necesita contagio alguno para que saturen las salas de emergencia de los hospitales al tiempo de aumentar el consumo de ataúdes.
«Velo y mortaja del cielo baja», según aparece en el refranero popular, pero existen despreocupaciones sin marcha nupcial que salen caras en salud y vidas. Así como se recurre a cadena de oraciones, en servicios como el Metro las filas y los apiñamientos en vagones también unen voluntades que
permitirían a cualquier germen saltar como ballerina de cuerpo en cuerpo, ayudado por los infectados asintomáticos, que son muchos y tienden también a pegarse demasiado.
En cualquier automóvil de la modalidad de transporte público no colectivo que sigue proliferando, cualquier estornudo repartiría transmisiones virales hacia a los seis representantes de igual número de familias atrapados angostamente entre cuatro puertas de las ruinas vehiculares llamadas «concho», incluyendo la del chofer.
Hacia cada hogar de los viajeros se dirigiría un mensajero-portador del microscópico mal. Su entrada a «arientes» y parientes, incluyendo a los abuelos y sus nietos, estaría asegurada sin que ninguno de ellos pasara previamente por la tortura de encerrarse en carrocerías inadecuadas e insalubres.
El señor Roldán que conozco, de impenitente adhesión a los préstamos de menor cuantía pero de inmoderadas tasas de intereses, ha estado a salvo de las multitudes. Sus zafras con apelación a la usura, entran en pausa cada vez que aumenta el circulante por pagos de regalías pascuales.
El virus que quiera llegar a él vía la gente desesperada por dinero tendría que esperar la «cuesta de enero» que es cuando se pagan todas las consecuencias de las extralimitaciones en consumo y fiestones con rupturas de los distanciamientos.