El mar de melancolías

El mar de melancolías

KARYNA FONT-BERNARD
A veces, en el trayecto de la vida, tenemos la fortuna de conocer personas profundas y honestas. Son personas que marcan la diferencia y que enseñan lecciones imperecederas sobre el amor, el dolor, el perdón y el olvido. Pueden ser personas tan sublimes, que se les haga difícil en ocasiones asimilar los avatares de la vida. Así era Clara Luz, que en un momento determinado, después de desengaños y decepciones, dejó de creer y de esperar. Necesitaba sostenerse de algún suspiro que no encontró y de una ilusión para seguir, pero nunca llegó y ella dejó de existir. Se evaporó como una gota de agua. Era diminuta como un sueño, con más alma que cuerpo.

Ella tenía dentro de sí un mundo de amores y odios, de angustias y penas, de inciensos y velas, de lunas y estrellas. Irradiaba ternura, confianza y paz. No era alta, pero sí espigada y su pelo negro delineaba su cara ovalada, lo llevaba muy corto. Su piel blanca porcelana, dejaba entrever los caminos que sus venas construían por sus brazos y piernas. Recuerdo que en las tardes, y de tarde en tarde, contaba su vida, a la sazón cuarenta años eran toda una Biblia. Estaba sola desde tiempos inmemorables se casó con su soledad, porque se cansó de buscar. Se cansó de transitar por el camino incierto de la espera, y en el transcurso de la misma espera, dejó de esperar. Dejó lentamente de creer que algún día se consumiría su ilusión de tener un hogar, una familia y sembrar sus raíces en tierra fértil y agradecida. Los años, la arroparon sin darse por aludidos. El problema con Clara Luz fueron las decepciones, las miserias humanas y mundanas a las que ella nunca se integró. Tenía una incapacidad de treparse a los árboles de la jungla en la que se convirtió la sociedad. Creo que nunca desarrolló la capacidad de adaptación ni endureció la armadura con la que los seres humanos debemos subsistir.

Era buena y dulce, transparente como un cristal. Le gustaba la lectura, sentía admiración en especial, por ese gran escritor español Jacinto Benavente y su libro “Los Intereses Creados”. Decía que esta obra era la recreación de la vida misma. “Desciende a veces del cielo al corazón un hilo sutil, como tejido con luz de sol y con luz de luna; no todo es farsa en la farsa, hay algo divino en nuestra vida que es verdad y es eterno, y no puede acabar cuando la farsa acaba”.

Pero esas eran sólo letras de un libro, para ella, no era la realidad. El tiempo transcurría y Clara Luz me develaba un cosmos de verdades, y se deshilachaba hablando de sus cosas y algo más… Me contaba de sus viajes por el mundo, de su familia y amigos, de sus ratos felices y sinsabores, de sus meditaciones y misticismo, me contaba de la farsa y me decía que no todo era farsa en la farsa. Sin embargo para ella, la cuestión era más farsa, que la misma farsa. Eso decía.

Me hablaba de él, del que durante mucho tiempo en su vida fue el protagonista de cada día y cada suspiro. Pero el transcurrir de una ilusión perdura cuando no hay tanto dolor, por eso su recuerdo se desvaneció en el espejo, y sólo quedó capturada la imagen siluetaza de ella, sus ojos inertes y amargos, su vida sin la más mínima esperanza. Eso y una hoja de papel, una carta que le llegó uno de esos días, y que decía “hasta aquí llegó el amor”.

Clara Luz, que era amable y amorosa, se tornó insegura y en ocasiones rencorosa. Había aprendido a amar y amó, con pasión, entrega y devoción. Amó, siempre amó, pero en el proceso llegó a odiar tanto amor.

Porque tanto amor le había roto el corazón, y por más que odió, esos pedazos descorazonados seguían desparramados por el camino, y ya nadie nunca más los recogió. Quería ser importante para alguien, y a esa persona entregarle su vida. Extendió sus manos, pero luego vacías, terminó entrelazándolas, apretándolas a sí misma. Buscaba cobijarse en cualquier pareja de brazos, pero luego siempre la intentaban ahogar. Desde ese momento se aferraba a las fantasías, que noche tras noche tejía con hilos transparentes y livianos, pero que la sostenían. Empezó a sentir que el mundo se convertía en un lugar oscuro y viscoso. Porque ella amaba plena y sin medidas, sincera y tierna, pero tantas veces la dejaron, que se dejó ella misma. Ya no pudo más, vació el pecho de amores, endureció su cara, ya jamás volvió a soñar. Escribió dos o tres cartas, sentía como se le resbalaba la vida como por sorbos y un domingo de octubre, cerró sus ojos al infinito. Escribió que se le agotaron los días, que para ella no valía la pena seguir. Clara Luz se hizo amiga de la melancolía, que la capturó irreversiblemente por dentro de sus tejidos y ya no la soltó jamás. Su historia no es distinta a tantas otras y se repite a diario en cualquier lugar del mundo. Quizás muy cerca de nosotros, intenta sobrevivir alguien al inmensurable peso de las decepciones y golpes de la vida. Alguien a punto de sucumbir. Clara Luz estaba enferma de depresión, un estado que empezó por una situación dolorosa y de la cual no pudo salir, todo lo contrario, cada día debilitaba más su organismo y espíritu. Una palabra, una llamada o una sola mirada puede marcar la diferencia en la vida de una persona, la conciencia de que existen especialistas y terapeutas entrenados para tratar este mal, que se hace muy recurrente en el mundo en el que vivimos. La depresión es la puerta abierta para todas las negatividades. Por eso hoy escribo acerca de Clara Luz, esperando que a otras como ella, alguien las ayude a nadar fuera del mar de las melancolías.

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