El mayor pecado de políticos y gobernantes

El mayor pecado de políticos y gobernantes

RAFAEL ACEVEDO
Gobernar es el arte de adecuar recursos y necesidades; lograr que las cosas se hagan; mantenerse en el poder; conciliar demandas múltiples y urgentes, con recursos escasos, defectuosos y comprometidos, con intereses espurios, y harto mal administrados. O invéntese usted una frase que le acomode.

Las promesas electorales abarcan todos los temas. Algunas son sistematizadas en pliegos o programas de gobierno. Proponen estabilidad macroeconómica, empleo, bajo costo de la canasta familiar, inflación controlada a un dígito, seguridad social, educación y salud para todos, disminución de la pobreza y preservación del medio ambiente.

Más de ahí no se quiere, se trata de ofrecer de todo, pero llegados al gobierno se cambia a: «ei podei e’ pa’ejeiseilo».

Un extinto líder popular llegó a proponernos: «Primero la gente». Significando que había que poner atención a las necesidades más perentorias de la población.

Los expertos de la ONU y del FMI hablan de calidad de vida significando acceso a bienes materiales y educación, pero no se hace énfasis en la «calidad de la gente». Como si bastara que la gente comiera y tuviese acceso a la escuela y otros bienes societales. Se ha puesto el acento en la calidad de vida pero no en la calidad de las personas, dejando el asunto a los religiosos de oficio.

Ocurre que la calidad de vida no podrá ser nunca superior a la calidad de las gentes que proveen los servicios y los consumen. Tampoco el Estado, como organización producida por los individuos, no puede ser mejor que los gobernantes y los ciudadanos.

No se trata de una tautología, ni de juego de palabras. Lo que más consumimos cada día es» personas». Como parodiando a Mcluham, «la persona es el servicio» (lo saben bien los administradores de recursos humanos); E, igualmente, «la persona es el consumo» (y esto, los estrategas de marketing). Son personas las que nos gobiernan, las que nos ayudan, las que nos sirven. Somos nosotros, las gentes, quienes votamos y elegimos, los que seleccionamos programas y anuncios, los que compramos servicios y productos. Si todas esas gentes no somos buenas, nada de lo que hagamos puede servir para nada.

El principal «producido» de una sociedad tiene que ser la propia gente. No es la calidad del plátano y la yuca; ni la del arroz y la habichuela. Ni siquiera arte, ciencia y tecnología; ni los servicios bancarios o turísticos. El producto clave, para exportación o para consumirlo aquí, debemos ser nosotros mismos. No me refiero a ser corteses, complacientes o simpáticos. Mucho menos de un mercadeo hipócrita de la personalidad.

Por tanto, la consigna debe ser primero «ser gentes». Mientras no demandemos que los que nos dirijan sean gentes, estamos perdidos. No políticos embusteros sólo porque tienen recursos y medios para llegar al poder.

Debemos practicar el ser gentes, procurar que ayudar a que otros lo sean procurándoles condiciones de vida digna: alimentación, salud, capacitación técnica e información para servir a otros; formándonos para el compromiso con el bienestar propio y ajeno.

Desarrollar normas de convivencia e institucionalidad del Estado; fomentar la vida en familia, los valores últimos y las relaciones primarias, por los que realmente la vida merece vivirse. En comunidades pequeñas y medianas, limpias, dignas, que sean capaces de darle origen y cabida a «lo bueno».

Lo mismo con los líderes y mandatarios: que ejerzan la autoridad para servir, como dijo Jesús, el que quiera ser el primero, que sirva a los otros. 

Quienes han querido ser gobierno y aún reelegirse, sólo porque tienen un supuesto derecho, o sencillamente porque «les toca», cometen infamia y tienen la mayor carga de culpa, en especial porque les han cerrado el paso a gentes mejores que ellos. El mayor pecado y error de los gobernantes y políticos ha sido el de tener la oportunidad de mejorar a la gente y de ayudar al plan de Dios para la vida abundante y el desarrollo social y espiritual, y no hacerlo. Arrepiéntanse, aún estamos a tiempo.

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