El mea culpa presidencial

<p>El mea culpa presidencial</p>

Por DAVID GREENBERG 
NUEVA YORK — El discurso del Presidente George W. Bush la noche del miércoles debía ser perfecto. Tenía que defender la guerra que definirá su legado al tiempo que admitía equivocarse lo suficiente para recuperar la credibilidad del público. Consecuentemente, los comentaristas siguen tratando de determinar si admitió errores, mostró pesar o pretende cambiar el rumbo.

En este aspecto, el discurso de Bush sigue la tradición de la oratoria estadounidense: el mea culpa presidencial.

Determinar cómo reconocer el fracaso sin parecer un fracasado es un antiguo riesgo ocupacional de la política. Pero no fue sino hasta el siglo XX que los presidentes gobernaron principalmente movilizando a la opinión pública a través de la retórica, y sólo con el ascenso de la difusión el celebrado “discurso televisado a la nación” se volvió básico para el control de daños de la Casa Blanca.

Aunque estas confesiones quizá funcionen a corto plazo, rara vez ejercen su magia a largo plazo. Eso típicamente requiere un nuevo curso de acción.

El Presidente Ronald Reagan, por ejemplo, ofreció un mea culpa relativamente tibio al abordar las conclusiones de una comisión del Senado de que él no había sido sincero con el público en el escándalo Irán-Contras.

“Hace unos meses dije al pueblo estadounidense que no intercambié armas por rehenes”, dijo en marzo de 1987. “Mi corazón y mis mejores intenciones aún me dicen que es verdad, pero los hechos y la evidencia me dicen que no”.

Pero Reagan se ganó elogios por asumir la responsabilidad, y, más críticamente, por comprometerse a una reorganización del personal y la política de la Casa Blanca. Renunció a las malas acciones encubiertas de sus ex colaboradores y eventualmente logró un tratado de control de armas con la Unión Soviética.

Otra actuación de control de daños fue la conferencia de prensa del Presidente John F. Kennedy después del incidente de Bahía de Cochinos, cuando los rebeldes cubanos respaldados por Estados Unidos fueron derrotados en un intento por derrocar a Fidel Castro.

“La victoria tiene cientos de padres, pero la derrota es huérfana”, dijo Kennedy, y concluyó: “Soy el funcionario responsable del gobierno”.

Su popularidad aumentó. Con el tiempo, lo que selló su reputación fue sus posteriores llamados a una reevaluación de la Guerra Fría y del tratado de proscripción de ensayos nucleares. Otros presidentes no han logrado capitalizar sus discursos dramáticos. En marzo de 1968, Lyndon B. Johnson suspendió los bombardeos en Vietnam y puso fin a su búsqueda de la reelección, mientras prometía redoblar sus esfuerzos para lograr la paz. Pero la buena voluntad se disipó cuando mantuvo al candidato presidencial demócrata, el vicepresidente Hubert Humphrey, atado a una estrategia fallida hasta que fue demasiado tarde.

De manera similar, en 1992, el Presidente George Bush obtuvo poco beneficio de su disculpa por romper su promesa de no más impuestos nuevos. “Lo hice, y lo lamento mucho”, dijo a un periódico, mientras trataba de eludir un desafío de Pat Buchanan en las primarias republicanas. Pero las muchas revocaciones de Bush — prometer no más impuestos nuevos, elevarlos, luego retractarse — sólo lo hicieron parecer veleidoso y oportunista, alienando a la izquierda y la derecha.

Más reveladoramente, el maestro de la confesión, el Presidente Richard M. Nixon, trató en abril de 1973 de frenar la hemorragia provocada por el escándalo de Watergate destituyendo a tres de sus principales colaboradores y declarando un nuevo inicio.

“Estaba decidido a que llegaramos al fondo del asunto, y que la verdad aflorara completamente, sin importar quién estuviera involucrado”, dijo. Eso resultó ser una mentira, y perdió su credibilidad de nuevo.

En ocasiones, si el público apoya al presidente, no necesita cambiar del todo el rumbo. Cuando el Presidente Bill Clinton reconoció en agosto de 1998 que tergiversó su relación con Monica Lewinsky, los expertos de Washington dijeron que su discurso fue un desastre. Pero resultó que la mayor parte del público consideró suficiente la exhibición inicial de pesar de Clinton y pensó que la campaña de impugnación debía terminar. Su gobierno seguía siendo popular, mientras que aumentaba el disgusto con los medios noticiosos.

Por supuesto, algunos presidente simplemente actuaron como si una disculpa no fuera necesaria. Dwight Eisenhower se negó a admitir que se había equivocado después de que su gobierno mintió sobre un avión espía U-2 derribado sobre la Unión Soviética. Soportó las críticas y la frustrada planeación de una cumbre soviética.

“Estas actividades tienen sus propias reglas y métodos de ocultamiento, lo que las hace engañosas y oscuras”, dijo Eisenhower en una conferencia de prensa el 11 de mayo de 1960. Que el personaje más prominente que presionara por una disculpa fuera el líder soviético Nikita Khrushchev ciertamente le facilitó las cosas.

Durante su presidencia, Bush ha sido criticado por ser demasiado obstinado y poco dispuesto a cambiar, admitir errores o decir que lo lamenta. Pero admitir torpezas no siempre es un boleto hacia el perdón.

Después de que Clinton se disculpó en su viaje de 1998 a Africa por el papel estadounidense en el comercio de esclavos y por la pasividad de su gobierno durante el genocidio de Ruanda, su hábito de contrición se volvió tema de burlas. Tanto así que en la cena de los corresponsales de la Casa Blanca esa primavera, ofreció disculpas inexpresivas por la música disco, la piña en la pizza y el dólar de Susan B. Anthony.

“Se parecía demasiado a una moneda de 25 centavos”, admitió Clinton. “Y eso fue un error”.

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