Llegó el momento de hacer la puesta a punto de nuestro sistema institucional, que durante estos últimos treinta años ha estado gravemente quebrantado, donde hemos experimentado un retroceso de años en las libertades, de abusos de poder intolerables, de una absurda miopía ante la corrupción y los desmanes contra el Estado. Son muchas las veces que hemos dicho en estas páginas que es necesaria una regeneración, pero el miedo a la democracia nos ha dominado.
Hora es de hablar con claridad y llamar las cosas con sus nombres propios. Basta ya de generalizar o ¿acaso el poder es más acción o más palabras? Parece que algo de fabulación tiene el poder. Es verdad que siempre todo poder tiene algo que se enfrenta, pero también es justo reconocer que el que domina el verbo, tiene casi la batalla ganada, porque la palabra impone su poder por la claridad. Hay que recordar que la palabra es el fundamento de la vida colectiva, entonces ¡Porqué el miedo a la democracia? Lo primero que se le debe exigir a un nuevo ejecutivo es que cumpla sus promesas electorales, salvo que tenga también, miedo de lo invisible, porque ningún vicio y ninguna brutalidad en la tierra han vertido tanta sangre como la cobardía humana.
Es que, por desgracia, no es siempre la historia, como nos la cuentan, historia del valor humano; es también historia de la cobardía humana. Para despejar el camino, y perderle el miedo a la democracia, solo hay que crear nuevos hábitos, una gran habilidad y sobre todas las demás cosas, templanza y debe hacerse frente a una herencia, la balaguerista, todavía no debidamente cuantificada exactamente, pues se hace justo reconocer que la política no es precisamente, como se hace creer comúnmente, la guía de la opinión pública, sino más bien la pequeñez humillante de los caudillos frente a lo que ellos mismos han creado, porque se constituyen en una especie de dictador contra cuyo fallo, nadie puede apelar ni siquiera recurrir.