El miedo a la democracia

El miedo a la democracia

Llama la atención que casi todas las democracias occidentales hayan sido muy tímidas a la hora de apoyar las revueltas populares que están teniendo lugar en Oriente Medio y en el Norte de África.

No ha habido ningún líder en Occidente que se haya pronunciado hasta el momento como lo ha hecho el primer ministro turco Recep Tayyip Erdogan, quien hizo tres peticiones al presidente egipcio Hosni Mubarak: “Escuche las demandas humanitarias, satisfaga sus deseos de cambio y preste atención al pueblo”, añadiendo, finalmente que “ningún gobierno permanece en pie a pesar del pueblo. El Estado es el pueblo”. La línea discursiva prevaleciente de este lado es la de Tony Blair: cambio sí, pero cambio estable. Eso, por lo menos en Egipto, solo puede significar un compromiso con las fuerzas de Mubarak, a quien el pueblo lo quiere fuera del poder para hoy viernes.

¿Qué explica esta doble moral de Occidente, que jura por los valores democráticos y liberales, pero es capaz de abjurar de ellos en aras de la “estabilidad de la región”? La respuesta parece encontrarse en el miedo al fundamentalismo islámico. Este miedo se basa en una premisa falsa: los dirigentes occidentales entienden que el pueblo en los países árabes solo puede movilizarse a través del fundamentalismo religioso y que solo las élites tienen un genuino sentido democrático. Sin embargo, curiosamente el integrismo islámico ha estado ausente de esta “conmoción por el trópico de cáncer” (Hamlet Hermann). Independientemente de los móviles inmediatos y particulares de cada uno de los manifestantes, como el despido de un empleo o el alza de los precios, la gente en la calle sencillamente demanda el fin de un régimen opresivo, la eliminación de la pobreza, el castigo de la corrupción y el reino de la libertad. En otras palabras, el pueblo se ha movilizado para pedir una transición  inmediata del autoritarismo a la democracia.

La contrapartida del cinismo occidental es la igualmente cínica reacción de las autoridades de Irán. Mientras aplastaron por la fuerza las protestas populares en contra de la fraudulenta reelección de Mahmud Ahmadineyad en 2009, ahora dicen que Mubarak debe escuchar a su pueblo. Con razón, Ardhehsir Amir Arymand, el asesor jurídico de quien muchos consideran el verdadero triunfador de las elecciones iraníes, Mir Hosein Musaví, ha afirmado que “si el sistema está realmente en contra de la dictadura, que autorice una marcha pacífica del movimiento verde para ver si su situación es mejor que la de Túnez o Egipto”.

 Queda claro que las revueltas de los pueblos árabes, encabezadas por los más jóvenes, no es una cuestión del Islam contra Occidente. La gente se ha levantado en el mundo árabe porque se cansó de los dirigentes corruptos, de la terrible desigualdad y de no tener futuro. Como lo ha declarado recientemente Brahma Chellanay, profesor de Estudios Estratégicos en el Centro de Investigaciones Políticas de India, de lo que se trata es de “una protesta legítima nacida en la rabia por el creciente hundimiento de la clase media y de sus esperanzas de una vida digna”.

 Pero el miedo a la democracia árabe tiene sus antecedentes. Ya en el siglo XVIII muchos conservadores afirmaban que la democracia solo era viable en los estrechos límites territoriales de la polis ateniense y que sería totalmente imposible en los grandes territorios del Estado-nación. Y posteriormente otros afirmaron que la democracia únicamente era posible en el Occidente avanzado. Como bien afirman Michael Hardt y Antonio Negri, los escépticos “prefieren hacer hincapié en los diferentes niveles de civilización, sin ahorrarse matices racistas: hablemos de la democracia en Europa y Norteamérica, dicen, pero en otras partes del mundo no están preparados para la democracia; cuando hayan aprendido de nuestros mercados libres y de nuestros sistemas jurídicos el respeto a la propiedad privada y el sentido de la libertad, quizá entonces estén preparados para la democracia”.

 Pese a los escépticos, en las calles de El Cairo, podría ser que la “multitud”, sin acudir a esos líderes mesiánicos que tanto gustan al populismo y de modo pacífico, esté reinventando la “ciencia de la democracia”. Quizás busque así que su país se parezca más a Turquía que a Irán.

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