El misterioso deseo de morir en casa

El misterioso deseo de morir en casa

ÁNGELA PEÑA
Para muchos es inexplicable, misterioso, el afán de algunos enfermos hospitalizados porque los dejen ir a morir a sus casas. Un amigo se llevó a la tumba ese deseo que pedía a su esposa, insistente, sin que ella accediera. Como él, otros pacientes lo expresan, pero los familiares, esperanzados en la recuperación, no los complacen.  El secreto de esa recóndita aspiración llega a través de un interesante mensaje enviado por la Fundación Bruderhof, y lo sorprendente es que no siempre los afectados mueren después del traslado sino que muchas veces reviven.

La petición de salir del internamiento se produce en ese momento de mejoría que siente el postrado y que los dominicanos llaman “el aliento de la muerte”. Es como una resurrección, afirma Johann Christoph Arnold en “Más allá de la medicina”, artículo que reproduce Bruderhof, una institución religiosa, por Internet.

La gran mayoría de estos enfermos terminales, dice, “preferiría morir en sus casas, rodeados por el amor de familiares y amigos”. Pero la verdad, agrega, es que “pasan sus últimos días en hospitales, conectados a tubos y aparatos de control y atendidos por personas prácticamente extrañas. El resultado es que, en lugar de tener la posibilidad de utilizar sus últimos días para examinar sus propias vidas, compartir recuerdos, despedirse de los amigos, recordar el pasado (o reconciliarse con él), los pasan en un ambiente hospitalario, en una lucha inútil por retrasar lo inevitable”.

“Ir más allá de la medicina no supone empequeñecer o despreciar su papel ni descartar la ayuda muy real que ésta proporciona en la lucha contra la infección o el alivio del dolor. Pero sí supone alejar la atención de las inyecciones, las pastillas y los controles y mediciones, entrenándola para percibir las dimensiones sociales y espirituales de la muerte, cosas que, en último término, son mucho más importantes”, agrega.

Refiere la felicidad de muchos que murieron en sus hogares y cuenta de una dama con cáncer de mama que “cuando tuvo muy claro que iba a morir, realizó un esfuerzo concertado para alejarse de todo, excepto de lo básico. No se mostró grosera, pero sí firme: “Si voy a morir de todos modos, de nada sirve acudir a la consulta del médico, permitir que me saquen sangre, me pesen o me hagan cualquiera de esas cosas. Lo verdaderamente importante es que me sienta lo bastante cómoda para vivir”,  y “negándose a guardar cama, incluso cuando sentía náuseas o debilidad, se arrastraba hasta el trabajo siempre que podía y expresaba: “No me estoy muriendo de cáncer, sino que estoy viviendo con él”.

La experiencia de su tío Hardy fue distinta. Sufría del corazón, de diabetes, fue operado de bypass, pero el corazón volvió a fallarle y, hospitalizado, pidió que le dieran de alta y lo complacieron. Necesitaba tomar medicamentos por vía intravenosa, y oxígeno para respirar y para el dolor en el pecho. Un día, sin embargo, “sorprendió a todos al tratar de quitarse el suero. Según dijo, estaba preparado para morir tanto como lo estaba para vivir. Estaba preparado para lo que Dios decidiera”. Se lo retiraron con la anuencia de los médicos “y cuando el enfermero lo desconectó, Hardy le indicó que se inclinara hacía él y le dio un beso. Milagrosamente sobrevivió y parecía adquirir nueva fortaleza cada día. Su mejoría se mantuvo, hasta que reanudó sus antiguas actividades y emprendió algunos viajes largos, incluido uno a Europa. El corazón terminó por fallarle, definitivamente, tres años más tarde y murió”. Esto le recuerda a Arnold una vieja verdad: “Sólo cuando el hombre abandona y deja caer los brazos puede intervenir Dios y ocuparse de la lucha”.

Concluye la historia sobre su tío comentando: “Todo fue tal y como había escrito su madre, mi abuela Emmy Arnold: “A veces, antes de que se produzca la muerte, se experimenta un estallido súbito de la vida. Es como un otoño esplendoroso antes de un largo y frío invierno. Y después llega la primavera: la resurrección”.

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