“El misterioso pueblo de los albinos”: el rincón de La Rioja al que la geografía y la historia le dieron una genética única
El 12 de julio de 1971 la revista Siete Días Ilustrados publicó en su tapa la foto de una mujer con poca ropa y cinco títulos. Uno decía: “Descubrimientos. Macondo queda en La Rioja”. Ya dentro de sus páginas, en su índice, la publicación contaba un poco más sobre eso que prometía en la portada: hablaban de Aicuña, un pueblo rural de esa provincia en el que, decía la revista, “casi todos los habitantes forman parte de una misma familia (los Ormeño)”. Siete Días también aseguraba que el pueblo estaba atravesado por un fenómeno al que la revista no dudaba en definir como “su maldición”: “A causa de la elevada consanguineidad, el pueblo se caracteriza por la alta proporción de albinos, mil veces mayor que en el resto del mundo”.
El efecto fue inmediato: Aicuña, que nunca estuvo habitado por más de 350 personas, recibió la visita de curiosos de cerca, de no tan cerca y de lejos que querían ver y sobre todo fotografiar eso que la revista Siete Días les había contado, que además sugería equivocadamente la existencia de relaciones que rozaban el incesto.
La reacción también fue inmediata: los pobladores sintieron la invasión y la mirada de los que buscaban todo rastro de extrañeza que pudieran encontrar en su única calle, que serpentea y se empina desde los 1.500 hasta los 1.800 metros sobre el nivel del mar. Los pobladores albinos -que los había y que los hay- sintieron la invasión con más potencia: todas las miradas apuntaban a ellos y la revista los había calificado como una “maldición”.
En los pueblos y ciudades cercanas empezó a crecer, de manera informal pero potente, la convicción de que Aicuña era “el pueblo de los albinos” y que eso, por si solo, era un potencial atractivo turístico del lugar. Incluso llegó a promoverse de esa manera en algunas publicaciones oficiales.
Las estadísticas le daban y le dan la razón a esa superioridad de Aicuña respecto del mundo en cuanto a la presencia de albinos. Según estimaciones de la Universidad Johns Hopkins, de Estados Unidos, en el mundo uno de cada 17.000 nacimientos presentan esta condición. En Aicuña, la tasa promedio a lo largo del siglo XX fue de uno de cada noventa nacimientos. Es una diferencia abismal.
En el pueblo, entre fines del siglo XIX y la actualidad, nacieron cuarenta y seis personas con albinismo. Actualmente y según confirmaron a Infobae autoridades del Departamento de General Felipe Varela, del que depende Aicuña, sobre una población total de 220 personas, tres son albinas. Se trata de una persona de cada 73 que viven en el pueblo.
“Es cierto: en tiempos anteriores se habló de esta mayor proporción como un atractivo turístico. Pero ya no apuntamos a eso para hablar de Aicuña. Lo vemos mal, naturalmente fue algo que hizo sentir muy mal a mucha gente en el pueblo, albinos o no”, le dice a Infobae Hugo Páez, intendente de General Felipe Varela, el departamento riojano en el que se encuentra Aicuña.
“Para hablar de Aicuña y sus atractivos turísticos se puede hablar de su belleza, del microclima que hay a pesar de la aridez que lo rodea, de su cercanía al Parque Nacional Talampaya, de su producción de nueces de gran calidad”, suma el funcionario, y agrega: “A lo largo de los años, se mantiene la tasa de población albina sobre el total de la población, que efectivamente es mucho más alta que en el resto del mundo”. En las últimas décadas, la población de Aicuña bajó: muchos pobladores se fueron a pueblos o ciudades más grandes -sobre todo a Chilecito, a dos horas en auto- para acceder a mejores oportunidades laborales.
Una mirada difícil de soportar
“Se habló mucho en su momento de ‘el pueblo de los albinos’ pero muy poco del albinismo, de cómo tratar de ayudar a nuestros hijos si nacen albinos, como es mi caso”, le dice Delia Oliva a Infobae. Nació en Aicuña, es madre de Agustín, que tiene 14 años, y ahora viven en Chilecito, desde donde juntos impulsan Albi La Rioja, una organización para concientizar sobre esta condición, y que llevará a cabo actividades este jueves, Día Internacional de Sensibilización sobre el Albinismo.
“Hay una mirada sobre el albino que puede ser muy difícil de soportar, muy frustrante, y creo que eso surgió cuando se empezó a difundir a Aicuña como ese ‘fenómeno’. Es la mirada que aparece cuando de repente alguien ve que una persona albina está con más ropa que otras personas, más tapado, incluso en una pileta puede tener pantalón, remera y hasta medias. Entonces aparece una mirada que parece curiosa pero que va más allá: es como una inspección”, explica Delia.
Agustín, su hijo, tiene el albinismo más frecuente en todo Aicuña: óculo-cutáneo. “Al momento de la concepción, por la combinación genética entre madre y padre, ese bebé no desarrolla melanina. Entonces no tiene pigmentación en la piel, en los ojos, en el pelo”, describe Delia, que se interiorizó mucho más sobre el tema tras el nacimiento de su hijo, en 2010.
“Tienen limitaciones, siempre tienen que tener la piel y los ojos muy protegidos del sol, pero la familia tiene que hacer el trabajo de que ellos no sientan que todo lo vinculado a su cuidado es una carga, que tienen que estar cada tres o cuatro horas atentos al protector solar. Esa mirada que los inspecciona hace todo para que se sientan mal y para que tengan presente eso que los distingue de los demás”, sigue Delia.
Desarmar esa mirada y también pelear por, por ejemplo, una ley que contemple la fotoprotección como un tratamiento médico y no como un producto cosmético -y, por lo tanto, que haya alguna cobertura por parte del sistema sanitario- es parte de lo que Delia y Agustín impulsan en Albi La Rioja. En este día especial, declarado por la ONU hace una década, y también cotidianamente.
“Todavía llega gente con la curiosidad de ver ‘el pueblo de los albinos’. Y se encuentran con un pueblo bello, un oasis de montaña, con gente cálida. Se llevan la sorpresa de que somos mucho más que eso con lo que nos definieron hace varias décadas. Es cierto: aquí hay, proporcionalmente, más albinos que en otros lados. Pero eso no es lo que define a Aicuña, nuestro pueblo”, cuenta Nélida Oliva de Ormeño.
Ella es la protagonista de “Lo de Nelly”, el paraje en el que vende vinos artesanales de la región y, sobre todo, productos hechos con la nuez de Aicuña: garrapiñada, bombones de nuez y alfajores de harina de nuez. Su marido y sus siete hijos llevan el mismo apellido que el 70% de los habitantes de este rincón riojano al que se llega después de manejar cinco horas y media desde la capital provincial, por asfalto y después por tierra.
“Se dijo mucho que acá se casaban parientes con parientes, bien cercanos. Y que por eso hay muchas personas con el mismo apellido y también muchas personas albinas. Pero no es así como lo contaron”, dice Nelly apenas después de dar su apellido de casada, ese que se repite a lo largo de toda la calle 23 de julio, rodeada de cactus y de cerros.
Un gen de la época colonial
En este pueblo, fundado como Aicuña hace algo más de trescientos cincuenta años, casi todas las casas tienen horno de barro y casi todo se hace caminando, aunque los más chicos prefieran ir y venir en burro. Además de nogales, hay cultivo de membrillo, durazno y damasco. Se llega después de desviarse unos ocho kilómetros por un camino de tierra desde la Cuesta de Miranda, una zona de la ruta 40 que fue asfaltada hace nada más que nueve años. Desde Buenos Aires hasta la capital riojana, en avión, se tardan dos horas. Desde esa ciudad hasta Aicuña la demora es de entre cinco y seis horas.
Son tierras que tienen historia. Una historia atravesada por la sangre, las disputas por una herencia y también la genética. En tiempos coloniales, el español Pedro Nicolás de Brizuela compró la estancia de Aicuña -que comprende no sólo al pueblo sino a otros parajes más chicos a su alrededor- para poder dejarle alguna herencia a uno de sus hijos extramatrimoniales.
Ese hijo no tenía derecho a la herencia, pero el general español decidió que esas tierras serían su forma de asegurarle su futuro. Un futuro que no pudieran reclamarle los hijos legítimos que había tenido bajo el ala del matrimonio.
En su testimonio lo explicó bien: “Para que este pobre, por serlo, goce un pedazo de tierra con el que pueda sustentarse, y si algún [otro] hijo mío intentase quitárselo, incurra en mi maldición como quien va contra la voluntad de Dios y de su padre”. Pero no alcanzó con su promesa de maldición: varios de sus hijos legítimos -eran ocho en total- intentaron apropiarse de esas tierras. Y los hijos de esos hijos, y los nietos, también.
Los intentos de usurpación duraron siglos: el último fue en 1955. Pasaban las generaciones y se heredaba la necesidad de resistir ante esos intentos. El aislamiento geográfico del pueblo, que hasta hace no demasiado era todavía más pronunciado, se combinó con el instinto de sostener la presencia en el terruño para defenderlo. Y el resultado de eso fue una población que, durante siglos, no se movió de donde estaba: fue en ese contexto que las familias empezaron a crecer y, tal vez, los primos de primos, pasadas varias décadas, formaban nuevas familias entre sí.
El hijo ilegítimo que heredó las tierras no era albino. Pero dos de sus hermanos -de los que tenían derecho a heredar- sí, según está documentado. Eso alcanza para confirmar que el padre de todos, el general español, llevaba en su carga genética el gen del albinismo, y que entonces también lo tuvo en su ADN el primer lugarteniente de Aicuña. De allí en más, ese gen se expandió a medida que a esa familia original le fueron creciendo ramas.
En una población tan chica, tan aislada por su geografía y por las amenazas que sufrió a lo largo de su historia, ese gen se presentó -y se presenta- con una frecuencia mucho más alta que la habitual. Eso pasa en Aicuña. El pueblo de las nueces, de la calle empinada, y de los habitantes que no quieren que vayan a sacarles fotos como si les sacaran una radiografía.