Thomas Hobbes (1588-1679) filósofo materialista inglés afirma su creencia de que, en estado natural, el hombre es un lobo para el hombre. Repudia las libertades sociales, la democracia y aboga por el Leviatán, el Estado absolutista, monárquico, que ordena y decide. La Ilustración, siglo más tarde, preñada de idealismo romántico, hace suyo el mito del hombre bueno: todos los hombres nacen y son iguales, valida el contrato social, consagra los derechos fundamentales del hombre y del ciudadano que recoge la Revolución Francesa, y asume la presunción de inocencia, como principio fundamental del sistema judicial de todo gobierno social democrático, donde subyace el dogma religioso que proclama la bondad del ser humano, creado a imagen y semejanza de su Creador, el Dios vivo que anida en los cielos.
La creencia religiosa subyacente no impidió que, en su nombre, antes y después de Hobbes y modernamente se cometieran barbaridades, guerras impiadosas e irracionales y abusos bajo un sistema inquisitorial donde el acusado tiene poca escapatoria para librarse de una condena y probar su inocencia. Ese sistema no podía racionalmente sostenerse. Era y sigue siendo, una patética manifestación de lo sustentado por el pensador ingles. Se sustituye por sistemas liberales de gobernanza político-económico que, en su discurso, reivindica la presunción de inocencia, garantiza el debido proceso y ofrece posibilidades infinitas para que la justicia no equivoque su vara al medir pues todos somos iguales ante la ley y más vale la libertad de mil malhechores que la condena de un solo inocente.
Pero en estos tiempos extremadamente calamitosos, donde la vorágine del crimen generalizado y la inseguridad ciudadana, la impunidad cobra mayores espacios, sin importar lo que afirmen dudosas estadísticas oficiales, el hermoso mito del hombre bueno, de la presunción de inocencia cada vez más se desvanece. Exige mayor rigor y correctivos.
El nuevo Código Procesal Penal, con sus bondades garantistas importadas que buenamente pretende aplicarse dando igual tratamiento a víctimas y victimarios denunciados, no por simple rumor público, son sometidos y liberados por falta de prueba o con un no ha lugar, gracias al manejo de un código permisivo que ofrece a abogados y de parte de honorables magistrados responsables de administrar justicia, un feliz bajadero para femenicidas, pederastas, atracadores, lavadores de dineros y grandes capos de la droga y sus sicarios. Y así, con esa karma encima, no puede marchar a futuro una sociedad sometida y victimizada.
La presunción de inocencia, bella prenda, no puede reinar como principio único y absoluto, liberado de consecuencias. Habrá que verlo y analizarlo bajo lupa, como diría Bernardo Vega. Ya comienza a desmontarse el mito, pero no es suficiente. La Constitución del 2010, en su Art. 146 establece la proscripción de toda forma de corrupción en los órganos del Estado, lo que está por verse. Y en su acápite 3) invierte la carga de la prueba, golpe mortal a la presunción de inocencia, obligando al funcionario público a probar y justificar el origen de sus bienes, ante la alarmante forma de hacer fortuna de quienes deberían ser modelo de austeridad, de probidad y honestidad en el ejercicio de sus funciones.