El mito del hombre económico

<p>El mito del hombre económico</p>

JOSÉ LUIS ALEMÁN SJ
Helliwell, un destacado profesor canadiense de Economía, especializado en el estudio del capital social, la capacidad de una persona para tener éxito debido a sus relaciones y al ambiente en que vive, termina un interesante artículo sobre Bienestar, Capital Social   y Políticas Públicas con una puya a quienes diseñan políticas basadas en efectos puramente económicos: “Es responsabilidad especial de los economistas, que han sido responsables de la propagación del mito del hombre económico, por lo menos considerar los costos de políticas que descansan en esa presunta verdad” (The Economic Journal March 2006).

Probablemente el mito del hombre económico no necesita más memorando que recordar que, según él,  el ser humano, hombre o mujer,  actúa por motivos y metas de incrementar su ingreso y su riqueza. Así pensaba Bentham. Que los economistas por razones pragmáticas de la división del trabajo postulemos ese fin para caracterizar las actividades humanas es tan comprensible como la obsesión por el eros atribuida a Freud. Sólo así podemos desarrollar economistas o psicólogos la base teórica de los programas de nuestras disciplinas.

Este estrechamiento mental no implica que no nos preocupemos los economistas por buscar comprensión de las conductas económicas y de las políticas que incentiven  mayor ingreso y riqueza. En realidad hasta podemos afirmar  sin mentir que consideramos esta tarea como obligación ética convencidos como estamos de la importancia de la riqueza y del ingreso en la actual cultura del país emergente en el  que vivimos.

Helliwell nos dice que estamos equivocados en la definición del fin buscado por el hombre. Con Kahnemann y Layard está convencido a base de largas y complejas investigaciones empíricas de la prioridad de otros fines respecto al  ingreso y la riqueza. La felicidad, por lo menos en países desarrollados, no consiste, primariamente y en opinión de la gente, en riqueza e ingreso. En tiempos pasados hasta mediados del siglo XX podía creerse que el parecer de los economistas coincidía con el del pueblo. Superado el umbral de la precariedad económica otras son las metas del ser humano. Hoy, dicen todos los estudios, el objetivo del hombre en sociedades desarrolladas económicamente, lo que le da felicidad es otra cosa.

La relativa originalidad de Helliwell reside en identificar el “capital social” como meta del hombre global que ha superado ya la penuria e inseguridad de la pobreza. Examinemos su tesis.

1. En qué consiste el capital social

Basta imaginar, algo improbable, un recién nacido que  pase sus primeros 20 años sin contactos concientes con ningún ser humano, por ejemplo por ser alimentado, instruido  y atendido robóticamente. Por excelente que haya sido su “educación” sería temerario negar su infelicidad y su incapacidad para promoverse cuando se le exponga a la vida social. Sin contacto y sin experiencias con otras personas y con sus manifestaciones de apoyo o repulsa tendría un capital social cero, aquel algo necesario para ser y para tener.

 De hecho las personas investigadas dan importancia grande para su felicidad al contexto social en el cual crecen, trabajan y se divierten: evalúan sobre todo la confianza  experimentada en el hogar, en la comunidad, en el lugar de trabajo y hasta en sus relaciones con el Gobierno y sus empleados. Ambientes sociales confiables se crean y se apoyan con la frecuencia de contactos satisfactorios.

Dejando por sabido el papel que tiene la familia en la formación de actitudes y de confianza resumamos los resultados de las investigaciones sobre felicidad y comunidad, lugar de trabajo y Gobierno.

a)   Los estudios empíricos confirman la intuición de Aristóteles sobre la importancia para el logro de la felicidad  de la frecuencia y calidad de contactos con otras personas   amigos, vecinos y socios de asociaciones a las que se pertenece. Otro indicador de bienestar causado por la interacción social es el tiempo que dedicamos a ella. El canal entre la interacción social y la felicidad parece residir en la confianza que resulta de aquella.

La confianza depende también de  diferencia de  temperamentos de las personas. Los optimistas, por ejemplo, disfrutan de más altos ingresos y de mayor satisfacción vital debido en parte a su personalidad. Pero aun ampliando el análisis estadístico mediante la introducción de una variable discriminadora  de personalidad la correlación entre interacción social y confianza es robusta y no altera la medida de la relación lograda sin ella.

 Como es natural la calidad percibida de los elementos de la red de relaciones, las organizaciones a las que se pertenece, resulta clave para que los contactos con otros motiven confianza.

b)   Varios surveys de percepción subjetiva de satisfacción revelan una “sorprendente gran” importancia del valor de aspectos no monetarios en el lugar de trabajo. Entre las distintas mediciones de la relación trabajo con el bienestar subjetivo la confianza en la empresa (“workplace trust”)  es la más importante de todas.

 Curiosamente existe una tendencia en las empresas a comprometerse con los empleados, y de éstos con aquella, sólo por cortos plazos y de ligar incentivos exclusivamente financieros a resultados individuales. Estas prácticas parecen tener efectos corrosivos sobre la lealtad y confianza y estar creando infelicidad en el proceso de trabajo.

A la luz de estos hallazgos se comprende mejor la existencia de “instituciones asesinas”, aquellas a las que se dedica uno de por vida sin que ofrezcan ventajas económicas apreciables. No brotan sólo de ese pozo profundo pero carente de agua viva de la costumbre sino de preferencias por el sentido y confianza que dan a la existencia.

c)Más llamativa aún es la chocante  incidencia de la calidad del Gobierno sobre las medidas de bienestar social subjetivo. Ni siquiera la inclusión de mediciones de diferencias personales afectan a nivel internacional este resultado.

Estas mediciones son de dos tipos: uno explora cualidades positivas del Gobierno (eficiencia, capacidad reguladora, imperio de la ley, ausencia de corrupción), otro  cualidades “negativas” o propensas al abuso (estabilidad política, procesos democráticos, dación de cuentas, libertad de opinión). Las primeras importan más a países desarrollados, las segundas a aquellos con economías emergentes.

En conclusión aparentemente la gente se ocupa de la calidad de su contexto social. Sea cual sea su tipo de personalidad el ser humano aprecia la confianza en sus grupos, en sus lugares de trabajo, en los servicios y empleados públicos. Ambientes  sociales confiables facilitan frecuentes y agradables contactos  que a su vez los hacen más acogedores. Incluso evalúan positivamente envolverse en los procesos de tomar decisiones públicas y de participar en la oferta de servicios públicos.

2. Aplatanamiento de estos resultados

 Sin duda alguna los economistas como todos los profesionales habituados a un largo y razonado entrenamiento mostramos alergia aguda a cambios sustanciales de orientación profesional. La alergia se agiganta cuando constatamos que no somos como otros que sí fueron lo que somos: no somos ricos promedio como los países de la OECD, pero estos no eran ricos como pueblo hace dos siglos cuando comenzó la Economía como ciencia. Entonces tuvo para ellos mucho sentido identificar ingreso y pobreza con la  meta ética de la nueva ciencia. Hoy en día tal vez no. Pero nosotros vivimos como ellos vivían en la génesis de nuestra ciencia.  ¿Seguiremos  la meta que los economistas  correctamente asumieron cuando sus pueblos eran  pobres?

a) Las resistencias metodológicas al cambio. A los economistas modernos, y lo digo con pesar, se nos enseña a rechazar afirmaciones no matematizables especialmente si son de índole personal. Nos enseñan -¡a nosotros especialistas de la acción humana!- a confiar sólo en fenómenos sociales agregados no en el proceso individual de toma de  decisiones. Medimos los resultados colectivos de decisiones humanos pero sin adentrarnos en cómo se generan éstas ni cuál es su sentido. Sin caer en la cuenta negamos metodológicamente que la mejor manera de comprender lo agregado (la macroeconomía)  es a  partir de las decisiones individuales de consumidores, productores y reguladores (microeconomía). Lo personal, lo subjetivo importa poco.

 Comprendemos bien las razones de  este afán objetivante de la economía porque muchas afirmaciones en nuestro campo se hicieron y se hacen sin reparo alguno en los hechos más obvios. Ante opiniones: escepticismo; ante hechos: simplismo. El triunfo de la objetivización colectiva mensurable da a la economía el prestigio de las matemáticas y de la física.

Sin embargo, resulta evidente  para cualquier persona no profesionalmente prejuiciada que la decisión humana se fundamenta en apreciaciones propias del individuo aunque sin duda codeterminadas por el ambiente social. Sobre ese fundamento se evalúan y se calculan los efectos de sus decisiones.

Algunos autores importantes, Aristóteles y Kahneman, rechazan implícita o explícitamente el valor de preferencias manifestadas por las personas porque recogen solamente el elemento pico de una experiencia recordada agradable o pesarosamente en vez de todo el proceso vital por el que pasó el entrevistado. En términos matemáticos diríamos que lo importante en  la opinión de tan distinguidos maestros no es la variación más significativa del curso de una variable sino la integral, el “área” abarcada por ese curso. Aristóteles, por ejemplo, juzga que la satisfacción de la vida no depende de la memoria  de felicidad accidental por la que pasa una persona al ser entrevistada sino de la calidad de todos los años vividos. Feliz no debe llamarse a quien lo es en un momento sino a quien ha vivido un curso medio entre los Estoicos y los Epicúreos.

La práctica a la hora de tomar decisiones

Éticamente esta opinión es tentadora pero en la práctica a la hora de tomar decisiones lo más importante es lo que mueve a cada uno a actuar. Parece  que el mismo Kahneman, el psicólogo premio Nobel de Economía, concede que esas decisiones proceden con frecuencia de experiencias agudas más que de hábitos. Eso basta pragmáticamente para aceptar como objetivamente válida la percepción subjetiva de los individuos como criterio dinámico de acción.

 Otras dificultades levantadas contra el uso de medidas de apreciación personal son las seguramente diferentes características psicológicas de las personas que tienen además culturas e historias diferentes. Aunque estas objeciones deben tener un fuerte apoyo en la realidad es posible que el carácter más general de las preguntas y del mismo tema aunque admiten variaciones circunstanciales no alteran fundamentalmente el orden de prioridades ni tampoco los pesos atribuidos a diversos indicadores. Al menos cuando se añaden indicadores que presentan esas diferencias no se aprecian diferencias significativas antes y después de su formulación.

Hipótesis explicatorias pueden ser, además,  una muy semejante distribución de tipos de personalidad en las diversas culturas o el principio marginal de sustitución de prioridades al aumentar la cantidad de una característica, ingreso, lo que disminuye su elegibilidad prioritaria y aumenta la de otras características. A partir de cierto nivel  de ingreso otras alternativas, confianza generada por el trato interpersonal por ejemplo, se hacen más interesantes. Menger y Böhm-Bawerk , los marginalistas austriacos del siglo XIX, lo han explicado con lógica contundente.

La conclusión, provisional  y a falta de otra mejor, de la pérdida de importancia del ingreso y de la riqueza a favor de la satisfacción de confianza y seguridad del capital social, se impone  en países desarrollados en los cuales la población supera la berrera de la pobreza. Francamente la creencia de que por los siglos de los siglos el ingreso creciente sea la meta principal  toda actividad económica es un mito.

b) ¿Vale lo mismo para países pobres o con mala, en verdad perversa, distribución del ingreso? No.  Las mismas investigaciones aquí resumidas son explícitas: la percepción general del objetivo prioritario  de la actividad económica sigue siendo mayor ingreso y mayor riqueza aunque no solas sino en conjunción con las mismas variables de confianza en el trato social, en el “capital social”.

Por verse está, sin embargo, el cumplimiento de la proyección de Keynes  a largo plazo sobre un futuro en el que el ocio, las letras y los manjares del espíritu encarnen los deseos de la humanidad. Por ahora, y no es poca cosa, el ideal de felicidad tiene mucho que ver con la posibilidad  de disfrutar en paz un estado satisfactorio de riqueza ya alcanzado a través de la confianza social mutua y de la participación en objetivos comunes.

No debemos descuidar, sin embargo, que en países que hasta hace pocas décadas eran tan o más pobres que nosotros,  como Japón y algunos países de Europa, los indicadores de bienestar  percibido convergen con los de países que eran ricos desde mucho antes. En la misma República Dominicana en ochenta años de apertura al extranjero la meta de bienestar campesino pasó de una simple oferta de alimentos y gallos (el pan y circo de los romanos) al deseo de mejorar en ingreso y riqueza.

Si aceptamos como válido la afirmación  de Marx sobre Inglaterra como espejo del futuro económico de países menos desarrollados concluiremos que con las variaciones tropicales de rigor esa será también nuestra situación en pocas décadas.  

Podemos confiar también en que, aunque aún con menor prioridad que ingresos y riqueza creciente, otras propiedades de bienestar de naciones desarrolladas como confianza y seguridad en el lugar de trabajo y en las relaciones con el Gobierno se aprecian ya ahora  y se desean.

3. Conclusiones

Son dos bien sencillas. Primera: La importancia de factores no financieros en el lugar de trabajo sugiere que empleadores privados y públicos tienen que reconsiderar el modo según el cual tratan a sus empleados. Especialmente peligrosos son contratos a corto plazo u ocasionales y la creencia de que con dinero se obtiene mayor rendimiento y lealtad.

Segunda: Digeridas la importancia de la confianza mutua y de la participación conviene que ellas informen casi toda decisión sobre la forma y la entrega de servicios públicos. Recordando a Duarte diríamos que corresponde a los municipios dar el ejemplo.

Así podremos los economistas librarnos del mito reforzado por nosotros de la existencia perpetua del hombre económico en su peor acepción: quien actúa por y para fines rentables. El hombre es mucho más que eso.

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