El mito del progreso  y los historiadores 1 de 2

El mito del progreso  y los historiadores 1 de 2

DIÓGENES CÉSPEDES
Los genocidios y la destrucción de las culturas de los pueblos «inferiores» conquistados por potencias más fuertes que estos están sobradamente justificados siempre que se haga en nombre del progreso y para civilizar a esa porción de salvajes que obstaculiza un designio divino.

Esta ideología, burda desde el siglo XIX hacia atrás, encuentra hoy un grado de refinamiento que nada tiene que ver con los imperialismos y los comunicados militares de las potencias que invaden naciones para apropiarse de sus riquezas, minerales o no, sin necesidad de conquistas territoriales. Debajo de esas ideas de progreso, cultura y civilización se esconde un discurso cuyo fundamento es la elaboración de una filosofía de la historia llamada racionalismo. Este racionalismo es el que, como construcción discursiva, han elaborado y reforzado, en cada época, los intelectuales y su estrategia es la política de dominación de los pueblos débiles por parte de los fuertes conforme a una ideología etno y eurocéntrica que abraza todas las formaciones discursivas, desde la literatura de ficción hasta los discursos ideológico-informativos y científicos.

A finales del decenio de los años 60 los historiadores, filósofos y humanistas europeos, fueran conservadores, marxistas o empiristas, estuvieron obligados a plantearse el problema de si la historia tenía o no un sentido.

Uno de los primeros libros que abordó el tema fue «Las categorías en historia», compilado por Chaim Perelman y publicado por el Instituto de Sociología de la Universidad Libre de Bruselas en 1969.

El hecho de que la crítica a esa filosofía del racionalismo haya liquidado, teóricamente, tal ideología imperial y racista, no significa que esta haya sido liquidada en el plano de la realidad. A veces una ideología que acompañó a un modelo económico, político y social sigue funcionando como creencias durante siglos, cuando ya tal modelo es un fósil. Por ejemplo, a pesar de Copérnico y Galileo, a pesar de Colón y Magallanes, existe todavía gente que cree que el sol se mueve alrededor de la tierra. Muchos hablan hoy, sobre todo los meteorólogos que anuncian el estado del tiempo por los medios, de que el sol se levantó o se acostó a tal hora. El modelo social de los siglos XV y XVI desapareció hace más de cinco centurias y sin embargo, la inercia no ha podido remover esas y otras creencias, mitos y leyendas, no sólo en el dominio de la meteorología, sino en el de la teoría de la historia o la filosofía.

A este propósito, el primer ensayo que abre el libro compilado por Perelman, cuyo título es el mismo de la obra, fue escrito por León E. Halkin, profesor de la Universidad de Lieja, cuya primera versión es de 1964. ¿Cuáles ideas pulveriza Halkin? Las del racionalismo y el historicismo, ya sean sostenidos por  la metafísica o el materialismo histórico y dialéctico.

¿Cómo pulveriza a ambos? En primer lugar, cuando dice esto: «Los historiadores son sin embargo filósofos sin saberlo o sin quererlo, precisamente porque son incapaces de describir el pasado sin pensarlo y pensarlo sin utilizar categorías». (p. 11) Enseguida, Halkin niega la existencia de las categorías históricas, tan caras a Hegel y Marx y su parentela: «A mi juicio, no existen las categorías históricas propiamente dichas fuera de las categorías de períodos: Prehistoria, Antigüedad, Edad Media, Renacimiento, Tiempos Modernos, Época Contemporánea, etc». (13)

Y para afincar su credo, remacha»: Si leemos a otros historiadores, antiguos o modernos, desde Polibio hasta Marc Bloch, lo único que tenemos es el inconveniente de la selección, vacilamos en cuanto a las categorías. Hay tantas que su número mismo tiene algo de inquietante. Civilización, cultura, pueblo, Estado, nación, feudalidad, ciudad, gobierno, acontecimiento, documento, Antigüedad, Antiguo Régimen designan, es verdad, categorías, ¿pero se trata de categorías históricas? ¿Existen las categorías históricas propiamente dichas? Civilización y cultura pertenecen al discurso filosófico; pueblo, Estado y nación al vocabulario político o jurídico. El acontecimiento y el documento ocupan un lugar extenso en nuestros estudios, cierto, pero con el agregado del término histórico». (Ibíd.)

Por otra parte, Halkin sostiene que «las divisiones de la historia no son necesarias, pero es necesario que existan. Estas no son otra cosa que cuadros y ninguna entre estas es válida a la vez para Rumania, Bélgica, Perú o Zambia. Su carácter es funcional y de ninguna manera esencial». (p.14) Para el historiador belga, las «divisiones de la historia brillan por su carácter de contingencia y aproximación. No hay cosa tan poco firme como la noción de Antiguo Régimen, ni me menos universal que la Prehistoria o la Protohistoria, ni nada tan cuestionado como la idea de Barroco». (Ibíd.)

Para rematar, Halkin escoge como modelo de historiador a Tucídides, quien construye un discurso sin teleología, sin categorías históricas y abierto a lo múltiple: «Es de esa manera que Tucídides invoca constantemente las categorías de guerra, de la diplomacia y sobre todo del imperialismo. La historia es el terreno de la violencia. Tucídides reserva a la historia-batalla un lugar primordial, pero no ignora ni las motivaciones políticas ni los imperativos económicos. Para él, el heroísmo individual es menos significativo que la superioridad militar. Los discursos, a través de toda su obra, sirven para aislar los móviles de la guerra, los argumentos de la diplomacia, las leyes del imperialismo. Henos aquí lejos de una simple narración. Es también lógico que el historiador de Atenas exalte a Pericles, condene a Cleón y critique a Alcibíades. Así lo exige esta otra categoría, esta categoría nueva: la necesidad histórica». (p.13)

Pero no hay en Tucídides ni racionalismo ni historicismo. La historia es lo que sucede. Como lo demuestra Perelman en su artículo «Sentido y categoría en historia»: «La concepción más cercana al sentido común es aquella que presenta los acontecimientos del paso en función de iniciativas de los hombres, los actores de la historia. Esta es la que encontramos expresamente escenificada por Tucídides en su «Historia de la guerra del Peloponeso», donde enuncia, en discursos atribuidos a los personajes que presenta, sus proyectos y la manera en la cual se proponen realizarlos. El sentido de los acontecimientos está indicado mediante el éxito o el fracaso de esos personajes, opuestos a otros personajes que contrastan sus designios». (p.135)

Perelman concluye en que bajo «esta perspectiva, no se trata del ‘sentido de la historia’, pues son personajes múltiples quienes otorgan un sentido a su acción, quienes buscan realizar proyectos, que tanto fracasan como triunfan, cabal o parcialmente. Nada indica que a tales proyectos, individuales o colectivos, corresponda un sentido único, una síntesis, que sea deseada por alguien y que indique el sentido de la historia». (Ibíd.)

O sea, que en los discursos que escriben los historiadores no hay verdad, sino perspectivas o puntos de vistas múltiples en torno a uno o varios hechos.

¿Qué es, entonces, el sentido de la historia?

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